sábado, 2 de noviembre de 2013

DOTADO
No sabía bien a dónde podía llegar con ese don, pero el camino lo iba entusiasmando. Cada día subía al colectivo. Pasaba la tarjeta, perfilaba sus pasos de costado y cerraba los ojos. Al abrirlos, su mirada estaba clavada en la persona exacta que abandonaría el asiento después de la próxima parada.  Ese era su don en esta vida, saber, sin margen de error, qué persona dejaba libre el asiento.
Cuando niño, comprendió de sus capacidades sobrenaturales y nunca develó su talento secreto. Primero temía a la burla. Después, al inevitable acoso de la parapsicología internacional. Más tarde, ya era tarde, y simplemente le pareció una boludés. En algún momento sospecho que el chofer del 52 que lo llevaba al colegio se había percatado de sus saberes ancestrales. Justo cuando temió quedar en evidencia, el chofer se jubiló. Después fueron cambiando las líneas, los choferes y los pasajeros. Para el tiempo que sucedieron los siguientes hechos, el hombre superpoderoso era tornero en una metalmecánica del sur de la ciudad. Sentado, siempre sentado, viajaba en el mismo horario de ella. Nunca conoció su nombre, supuso que era maestra jardinera (salvo que haya repetido salita de tres unos veinticinco años.).  Además, configuró la posibilidad de que sea soltera por la ausencia de anillo (más tarde pensó en el peligro que puede ser la bijouterie para infantes de tres años). Día a día, fue diseñando la posibilidad de una charla. Hizo minuciosamente lo que hacemos todos los hombres sentados en un asiento de colectivo urbano: fantaseamos. A veces él iniciaba una conversación animada sobre los baches. A veces la sorprendía tarareando los primeros acodes del “sapo pepe” o “mamá pata” (en esta última se sentía con mayor autonomía de vuelo). Y a veces, ella le preguntaba sobre calibres y medidas, o temas afines a la tornería moderna y la industria automotriz. Entrenado ya para cualquier conversación con “la Seño” se sentó, como siempre, a esperar. Debía esperar que Dios (que tanto le había dado al dotarlo con sus poderes) le diera la justa casualidad que el próximo en levantarse del asiento sea el pasajero o pasajera sentado al lado de “la Seño”. Una que otra vez pensó en bajarse en la parada de ella y acompañarla y generar una conversación casual, pero no. Sabía que sus facultades estaban a bordo del colectivo. En la calle sería un hombre indefenso. Un simple mortal.
El día llegó. No importaba cuántos meses pasaron o cuántos niñitos de salita de tres ya llegaban a la secundaria. Ahí empezó el resto de su vida. Debe haber sido verano porque a las siete ya había mucha claridad. Él subió, marcó el boleto, se perfiló los pies, y avanzó. Un paso. Cerró los ojos. Dos pasos. Se olvidó del mecanismo de su don divino. Un tercer pasito corto.  Abrió los ojos sobre un manto de pelo rojo que caían sobre el rostro más bello del mundo. Se entusiasmó, avanzó. El corazón acompañaba a las revoluciones del gran motor diesel. Cuando llegó hasta la dupla de asientos donde ella lo esperó toda su vida (según él, claro). La miró, y en la mirada le dijo “aquí estoy mi amor, he llegado”, ella lo miró sin decir mucho. Él le sonrió y ella también y habló, por fin pudieron escuchar sus voces que tanto tenían para decir.
ELLA: -Permiso, (y se paró hasta dejar su cara a una distancia de un beso de la de él) ¿me dejás pasar, me bajo en la próxima?
EL: -Sí, claro. Disculpá, adelante por favor.
Nunca más la vio. Supuso que ese día renunció o se fue, o simplemente no era para él. Ahora quiere ser un humano más sin superpoderes. Y anda por ahí, sin adivinar quién es el próximo en bajar.   
F.B.

PIÑAS VAN...

DUDAS Y MATEMÁTICA
― ¡Mirá cómo te dejaron el ojo!
―A ver, acá hay un espejo… ¡ah! la mierda, con razón me dolía.
― ¿Y por qué?
―Por las dudas.
―No puede ser, algo le habrás dicho a la novia del tipo.
―Nada le dije. Solo que tenía lindo culo… y bueno, de tetas no estaba mal, tampoco. No, pero eso no se lo dije.
―Y cómo no querés que el tipo te boxeé, sos pelotudo.
―Pero si te estoy diciendo que me pegaron por las dudas. Yo no sabía que el tipo ese era el novio. Tenía mis dudas.
― ¿Cómo no vas a saber si estuvo toda la noche al lado de ella?
―Boludo, vos estás toda la noche al lado de tu hermana cuando salimos y no sos el novio. Sos el vigilante. Sos como un obstáculo para su desarrollo como m
ujer. No te enojés, pero es así. Mirá que me voy a imaginar que era el novio, un montón de minas tienen hermanos.

―¿Y qué otra duda tenías?
―Nada (¡ay! la puta cómo duele). Cuando el tipo se me acercó yo le pregunte (Qué intolerante de mierda). Una vez leí que la peor pregunta es la que no se hace. Un verso. A está me la tendría que haber callado.
―¿Qué le preguntaste?
―La cosa fue así: el tipo casi me tocaba la nariz con su nariz. “Que te voy a matar” “que vas a ver que a las minas se las respeta” “que te voy a cagar a trompadas”, y en eso que estaba con tantas promesas, a mí se me vino la puta pregunta a la boca. Me retire un poquito de la onda expansiva de su aliento amanecido y le pregunte: ¿vos y cuántos más? Después casi ni hablamos. ¿Tanto le costaba responder que iba a ser el solo?

FB

miércoles, 30 de octubre de 2013

UN ALAZÁN EN EL SENA

Un alazán en el Sena.
Fue una tarde de verano. Cuando se largó la lluvia Martina entró a la casa. La nueva casa, la vieja casa de su abuela. Tenían, junto a su hermano Santino, sentimientos encontrados para vivir ahí. Desde que la abuela murió, dejó de ser ese lugar mágico para ir de visitas. Ya, pensarse viviendo ahí, era otra cosa. “La vida cambia después de la muerte”, pensó sin darse cuenta Martina. Subió la escalera y entró a la que era, ahora, su habitación. Junto a la cama estaban las cajas de juguetes, medio desparramadas las muñecas y los títeres de peluche. Los osos quedaron en lo profundo del cajón. Juntó un poquito de coraje para empezar a desembalar tiestos y trastos pero se frenó en un resoplido de poca gana. Se sentó a los pies de la cama y se quedó mirando un cuadro colgado en la pared. Durante años, los primeros nueve de su vida, nunca reparó en la lámina enmarcada. Era una imitación de de un Renoir. Se veía un río, el Sena, y una pareja navegando mansamente en un día de sol. Los colores eran vivos y el agua azul. El cielo también. Era primavera, se notaba. Afuera llovía y el cielo se puso más oscuro. Martina salió un instante del cuadro y siguió con los ojos la línea del marco. La recorría y su cabeza empezó a caer sobre su hombro. Lo vio torcido. Se paró, caminó hasta la pared y lo enderezó acompañando su corrección con la cabeza para el otro lado. Giró el cuadro en sentido de la corriente mansa del Sena. El agua empezó a caer por el marco. Bajó por la pared que alguna vez fue ceniza y mojó el piso de la nueva habitación de Martina.
Martina hizo un paso para atrás. Y dos, y tres. Y sentó en la punta de la cama. Quería hablar y no le salía de la boca ninguna palabra. Se quedó, perpleja, mirando el bote que avanzaba, con los enamorados abordo, caer por la catarata de la pared. El hombre abrazaba a la mujer y ella confiaba en sus brazos. Una vez que la embarcación alcanzó el piso, los dos siguieron charlando tranquilamente, fascinados con el nuevo paisaje. El caballero orilló el bote sobre una de las costas, desde la cual, lo miraban cuchicheando un par de rubias Barbies. Uno de los títeres ofició de contralmirante y ató la embarcación para asegurarle buen puerto. El caballero ayudó a su amada a descender.
―¡Santino! Vení a ver, nene―gritó Martina encontrando las palabras―. Vení y mirá lo que hacen mis muñecas.
―¡No me importa! ―respondió a los gritos Santino desde el cuarto contiguo― además, no me importan tus muñecas. Papá dijo que cada uno acomodara su cuarto―. Santino no era obediente pero estaba cansado de que su hermana lo mandara. Cuando él le exigía algo siempre tenía que poner algo a cambio.
Martina se paró sin dejar de vista la escena, Saltó por el Sena azul de Renoir y fue corriendo hasta la pieza de su hermano. Lo trajo arrastrando, siguiendo una costumbre. Lo paró en la puerta y los dos se quedaron mirando el Sena de la nueva pieza de Martina.
―¿Qué hiciste, nena? Yo le voy a decir a papá que no tengo nada que ver con este enchastre.
Cuando Santino siguió, con la vista, el curso del Sena por la pared llegó hasta el cuadro que mostraba un río sin navegantes. Los hermanos se quedaron mirando el piso: estaban la pareja del bote, las muñecas Barbies y los títeres charlando a orillas del río que llegaba a las patas de la cama de Martina. Los dos hermanos caminaron hasta la pared color ceniza y levantaron lentamente el cuadro despegándolo cuidadosamente desde la parte de abajo.
―Cuidado, Santi. Lo vas tirar. ―Santino, haciendo punta de pies en una silla, la miró a su hermana mayor controlando la situación. Los dos espiaron y no había nada raro. Nada que no hubiese detrás de un cuadro colgado en una pared color ceniza. Saltaron de nuevo el Sena y fueron hasta la pieza de Santino para ver qué había del otro lado de la pared. Nada. Unos cuantos daguerrotipos colgados, unos marcos que tenían fotos del abuelo y otros cazadores. Justo en el centro había un cuadro con los detalles de una carrera que supo ganar uno de los caballos del abuelo. Calcularon que ese marco estaba a la misma altura que el Renoir del Sena. Lo sacaron con sumo cuidado y no vieron nada raro. Solo que el clavo, después de vaya saber cuántos años ahí, se salió y cayó al piso. Dejaron el marco de la foto de la carrera y se fueron corriendo hasta el río Sena que cruzaba la habitación de Martina.
La pareja de enamorados seguía conversando, entretenida con los muñecos y muñecas de Martina. De pronto, por el Renoir torcido empezaron a aparecer los juguetes de Santino. Primero unos soldados iban caminando con el agua hasta el pecho alzando sus armas. Cuando llegaron a la catarata de la pared, tiraron las armas –las consideraron inútiles- y se arrojaron. Atrás de ellos lo siguieron unos dinosaurios: un par de tiranosaurios, un velociraptor, un protoceraptor; a todos Santino los conocía con devoción. Después vieron entrar en el Sena, a lomo de un caballo alazán, a un hombre joven muy parecido al abuelo que conocieron por fotos. Todo el bicherío y el resto de personajes se quedaron a orillas del Sena disfrutando la tarde, a los pies de la cama de Martina.
―¡Chicos! ¿Están arriba? ― gritó el papá de Martina y Santino desde la planta baja. Los dos hermanos se miraron desconcertados y dijeron a coro:  
 ―Sí, papá. Vení a ver.
Cuando abrió la puerta del cuarto de Martina, los dos hermanos vieron a su padre con dos marcos en la mano.
―Bueno, a ver. Con mamá queríamos dejarle dos cosas. Son para sus nuevos dormitorios. Este es para vos, Santino. Una foto del abuelo y su caballo.  A vos, Santino, antes que el abuelo muriese, te subió una vez en brazos. Este es para vos, Martina. Es el último cuadro que tu abuela pintó. Es una copia de una obra de arte de francés que se llamaba Renoir. Tu abuela siempre quiso conocer Francia para llegar a ese río. Son para sus dormitorios. ¿Qué les parece?
―Genial, papá ―dijo Martina y lo abrazó.
Cuando Santino tomó la fotografía del abuelo y su caballo alazán, no pudo con la curiosidad:
―Papá ¿Cómo se llamaba el caballo del abuelo?
― “Velociraptor”, hijo. Como uno de los dinosaurios que tanto te gustan a vos. Che, cierren las ventanas, chicos. Con esta lluvia se va a llenar de agua y la casa es viejita.
―Sí, papá ―respondieron a coro los hermanos.
―Bueno, ¿qué querían mostrarme? Se los escuchaba ansiosos.
―Nada, otro día te mostramos.  

F.B.

viernes, 25 de octubre de 2013

                CREPÚSCULO EN EL ESTE
                Fue el primer día de todos los días que le siguieron, sin ser lo que antes se creía. Ni el vacio de la ciudad, ni la soledad que me hacía sentir el único humano sobreviviente (aunque eso también era relativo) me aturdieron tanto como aquella charla. Caminé desde el alba, en soledad, por mi ciudad vacía. No llevaba respuestas encima, ni el coraje para hacer las preguntas.  De aquella primera jornada, en la cual el sol salió por el oeste, lo que más me aturdió fue el dialogo entre las únicas personas que supe encontrar desde aquel entonces. Por suerte ―pienso a veces― no me he cruzado a nadie más desde hace siglos. Me repito sus palabras a diario y más me aturdo. Ellos nunca me vieron llegar hasta aquella plaza desierta, ni advirtieron mi presencia aturdida. Y hoy, como tantas veces he intentado, me animo a reproducir su discusión:
                ―¿Qué importa dónde están mis padres? Ellos deberían velar por mí y no al revés –dijo la niña con una firmeza sorprendente, en medio del pavor―. Además, dudo que mis padres hayan existido alguna vez.
―Bien, ahora resulta que estoy ante la Eva de la Nueva Era.
La respuesta del pordiosero sonó ácida. Determinante, cansado de lidiar contra la porfía. Era un hombre sucio, de unos setenta años, llevaba lentes de sol. La luz cenital del mediodía le bañaba los surcos de las arrugas alrededor de los ojos.  Su mirada volvía, ahora, sobre la impertérrita interlocutora que retomaba la hipótesis.
―Yo solo estoy diciendo que: si hasta ayer, en todos los ayeres desde el inicio de los tiempos, el sol salió por el este para después irse a dormir por el oeste, y hoy eso no pasó; entonces quizás esto no sea un día como los otros. Quizás el hoy no exista.  Si no existe el hoy, no existe el ayer. Si tuve padres, los tuve hasta ayer. Si el ayer ya no existe; mis padres, tampoco. Ya no es mi problema. –Al decirlo, simplemente se concentró en un paquete de caramelos que sacó del kiosco de aquella plaza desierta. El pordiosero se sentó en el carrusel detenido. Se rascaba la barba hedionda y miraba la niña sin decir palabras. Yo los miraba desde un banco como un fantasma. Ellos no me veían pero yo tampoco los quería interrumpir con mi aparición (hasta hoy me sorprendo pensando que he sido solo eso: Una aparición que nadie advirtió). La niña siguió.
―Créame. Mi teoría le conviene. Mírelo así: usted pudo ser hasta ayer un joven hermoso, o quizás un príncipe con cientos de palacios. –La niña era pulcrísima de una cabellera rubia, como salida de un cuento de hadas. El sol le resplandecía en un listón blanco que rodeaba su cabeza―. Ayer, yo quizás, no hubiese tenido el coraje para hablar con una persona tan fea como el usted de hoy.
―¿De qué me está hablando, señorita insolente? Es más, aún no sé ¿Por qué diablos estamos hablando usted y yo?
― Estamos hablando porque, de momento, no hay más personas en este mundo para hablar –cuando la niña dijo eso comprendí que ninguno de ellos había detectado mi presencia ni de la de ningún otro humano― simplemente estamos hablando.
―Bien, señorita, pero estamos hablando un lenguaje que aprendimos ayer. Ahora, si ese ayer no existió ¿Cómo puede existir un lenguaje que nunca aprendimos en ningún tiempo? Quizás él no exista. Como dejaron de existir sus padres.
                Ambos se quedaron mirando, en silencio, en un tiempo que moría prematuro. En un presente que nunca tuvo ayer. Sin pretérito se quedaron sin existencia. Yo los miré y seguí caminando hacia el Este, mirando el sol ponerse en una ciudad que nunca caminé. Cuando anocheció, los gallos cantaron en un tiempo que se parecía a un alba sin oscuridad previa.

Vuelvo a escribir este texto, una y otra vez. Cada mañana (por llamarle de alguna forma), con los primeros rayos del Oeste, intento escribirlo en el único lenguaje que sé, de momento, y que no comparto con nadie. Ayer lo entendía, hoy ya no sé o ya no es.

jueves, 29 de agosto de 2013


LUZ DE SALIDA

―Doctor, no lo quiero ver más. Ya no soporto su presencia. Su perfume sin ser. Su calor sin estar. Mi vida no soporta esas cosas. No las quiero más.
“Yo tampoco, las quiero en mi vida. Sin embargo, acá estoy, sentado detrás de ti, viendo tu cuerpo levitar con la vibración de tu voz atiplada. Acá estoy mirando el horizonte de tus piernas infinitas sobre el maldito diván que te trajo a mi vida.” Los pensamientos de Javier eran incongruentes con sus anotaciones inteligibles en la libreta. Mabel seguía suspendida entre las partículas que se veían al contraluz de la ventana del consultorio. Era el octavo piso de un viejo edificio. Para Javier eran las puertas del mismo purgatorio.
―Desde que lo conocí mi vida se ha llenado de perturbaciones. Eso que ustedes dicen, con tanta liviandad, “la zona de confort” se enturbió, perdió sus límites. Su llegada a mi vida ha sido una piedra en medio del estanque. No me importan los consejos, sé muy bien que usted no me los dará. Para eso no le pago. Usted entrena mi resiliencia. Solo ella puede ayudarme. Como si ya no tuviera que aprender cosas de más en esta vida de mierda. Como si el resto hiciera todo lo que yo hago cada día para salir adelante en medio de la oscuridad. El resto del mundo cree y se preocupa en vivir una vida antes de que llegue la maldita luz al final del túnel ¿Yo podré verla, Doctor?
“A veces, me pregunto si realmente te interesa esa luz. Esas limitaciones que tenemos los que tenemos "todo". Mis facultades llegan y se consumen en el preciso instante en el que tú realizas el mínimo paso para el evento más cotidiano. Tu maestría, con la que resuelves el menor de los escollos de la vida rutinaria del resto de los mortales, me hace pequeño, a mí y al resto”. Las manos de Javier se secaban sobre la tela del pantalón. Los dedos de Mabel se reconocían entre sí. Los  pulgares de sus manos, apoyadas sobre el vientre, despabilaban al resto de los dedos cansados de un largo día de trabajo. Las manos transpiradas, los dedos cansados, la libreta y ellos dos se quedaron en silencio un buen rato. Ella podía escuchar, detrás del reloj sobre la biblioteca, la respiración agitada de él a sus espaldas. Él solo miraba el rostro de ella espiando entre sus pestañas. Desde la primera sesión,  la vio entrar y se apoyó en las pestañas de ella. Se apoyó como los navegantes que se asientan en el mástil mayor para dejarse llevar por la marea.
―No voy a volver más, Doctor―dijo Mabel, mientras se incorporaba―. Voy intentar en otra parte. Perdóneme ―se iba poniendo de pie y alcanzó la cartera sobre la mesa ratona― quizás, como dicen ustedes: «no era el momento».
―La solución está alcance de tu mano, Mabel.
―Como lo ha sido siempre, Doctor. ―Dijo Mabel mientras extendía, con su clásico y resignado automatismo, el bastón blanco. Extendió la mano buscando el rostro de Javier por primera vez en muchos meses de terapia y y retrocedió―. Será mejor que me vaya sin nunca haberlo conocido, así no sumo recuerdos.

Javier hizo un paso al costado.  Ella pudo verlo claramente al escuchar los pies de él barrer la alfombra. Avanzó con su bastón titubeante por el consultorio buscando la salida.   

Fredy Bustos

jueves, 22 de agosto de 2013

TENER OJOS DE NIÑO

CAPRICHO
―Su hija está perfecta, además, tiene sus ojos― dijo la neonatóloga y el padre sonrió tibio, se sentó en el banco del pasillo y empezó a llorar desconsolado. Nadie entendía el por qué de la angustia en medio de semejante alegría. Entre sollozos desconsolados balbuceaba lo siguiente:
―Mis ojos, no ¡Por qué tienen que ser así las cosas! Mis ojos ya están viejos, cansados, cada vez graban más recuerdos malos y olvidan bellos paisajes. Estos ojos, no, doctora. Estamos a tiempo de corregir lo que ha sucedido. Mis ojos ya se aburren de las caras nuevas y no se enamoran más de los rostros que aman. Estos ojos viejos no aprenden y solo automatizan lo poco que sé. Les da lo mismo el fucsia de la mañana y el ocre del ocaso, las dos son cosas de todos los días. Cuando se cierran no sueñan, solo duermen. Estos ojos doctora no deberían estar en su rostro, algo está mal. Mis ojos ya se olvidaron de llorar de la risa. Se van apagando desde que se les murió el asombro. Yo no quería que esto pasara, doctora. Dígame que estamos a tiempo.
―Cálmese, tranquilo. No lo entiendo bien ¿Qué era lo que usted quería?
―Que sea al revés, simplemente eso―dijo el padre levantando la vista de sus ojos llorosos, secándose los mocos con el puño de la camisa.
― ¿Cómo?
― Yo, doctora, quería tener los ojos de mi hija y volver a tener ojos de niño.


Fredy Bustos

jueves, 25 de julio de 2013

EL TRAGO AMARGO DE LOS CELOS


PIÑA COLADA

          La arcada se me subió como la espuma de la Pielsen. La cerveza se me cayó sobre el mouse y la sangre me hervía. “No sé cuál es el punto de ebullición de mi sangre”. De pronto, mis venas se transformaron en morcillas hervidas al calor de Brasil. “Bahiano hijo de puta. ¿Hijo de puta él? No, hija de tres mil putas, ella”. Mi cabeza entró en un mareo de dolor, indignación y rabia. “¡Qué pelotudo!”. Siento la hiel. Existe la hiel, la tengo en la garganta.
«¿Desea reproducir ?»
“Cómo me podés preguntar eso maquina del orto. Recién voy por la cuota ocho de doce y bien que las pague al día. Cómo me podés preguntar eso. Yo soy tu amo. Yo escucho todos los días los temas de No te va gustar. Yo te enseño lo mejor del Uruguay y vos me pagás así”.
Vuelvo a darle al botón que dice «aceptar». «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar» por la enésima potencia. Lo veo de nuevo, y mi bronca se potencia. Prendo otro pucho con la brasa del que se termina. Asco. “¿Podés reproducir el asco, maquina trola?. Yo sí. Yo el pelotudo, sí, claro que puedo. Las veces que se me canten los huevos. Porque huevos me sobran como montevideano cabrón que soy”. Menos mal que nunca fui a Brasil.
Siempre el ananá me cayó mal. Lo odio por mentiroso. Por farsante. Odiaba que a los quince años sólo me dieran ananá fizz en las fiestas. Yo me curdeaba, bien curdeado con los botijas en el tablado y estos pelotudos en casa me daban ananá fizz. Pero lo peor de todo es que el ananá miente. Vos lo ves con esa pinta de cactus, de helecho que se le secó el tronco, de aloe vera impropio sin más propiedad ni facultad que la de darle acidez a la ensalada de fruta. Clericó. ¡Oh por Dios! otra palabra que me suena a portugués. A carioca. Vuelvo a darle al «aceptar» y le pido a Octavio, antes que se vaya, que me deje el atado de cigarros y que se compre otro en el almacén. Se acerca para chusmear (le encanta el quilombo, el puterio). Yo minimizo. Lo único que puedo minimizar es la ventana del video. La bronca la tengo maximizada. Se me reformateo el corazón. Se le metió un virus y ya no sirve. Fue culpa mía. Me culpo.
―¿Qué mirás? ―me pregunta.
―¿Qué te importa? ¡La concha de tu madre! ― Me tira los puchos en la mesa y se va sin decirme nada. Se lleva mi guitarra y no me dice nada.
“Cucha, Laura, cucha. La saqué hoy en la guitarra. Me encantaría/volver a verte reír/como me gusta verte reír”. Y Laura cantaba conmigo, le encantaba la banda, le encantaba acompañarme a los recitales, sobre todo cuando estaba invitada alguna murga. Si era Agarrate Catalina, mejor aún. Le gustaba la voz aguda del moreno que canta con una cadencia andaluza. Le gustaban los negros. Cómo no la voy a escuchar. Y eso, que esa canción pelotuda, que me pase una semana practicando, arranca con un “no sé si escuchas”. Yo no escuchaba ¡Qué ciego estaba! Mirá que la voy a ver reír a esta trola si estaba ciego. Enamorado, pensaba. Ciego, pienso. Odio la mentira, y me odio más a mí por creerla cierta. Odio el ananá. Por mentiroso, por fuera lo vez seco, espinoso, impenetrable. Por dentro es un almíbar color ámbar. Dulce.
Mi tía Ofelia se lo pone a todo. A la ensalada de frutas, al pollo, a la pizza, al matambre a la pizza. Ella siempre dice que con el matambre se puede hacer cualquier pizza. Que vieja chota. Estafadora. A las milanesas de pollo le pone ananá. También le pone banana. Suprema Meryland te dice en un inglés oriental. Ni sabe dónde queda Meryland pero ella se siente Tom Sawyer. Le faltan las bermudas y un barco a paletas de fondo cruzando el Misisipi. Agua barrosa como el Río de Plata pero con más fama. Ella le pone a la milanesa banana ¿Cómo podes comer banana con papas fritas? ¡Qué pelotudes! Los brasileros le ponen banana a la pizza. Cómo los odio, menos mal que nunca fui a Brasil.       
Mi tía Ofelia es de Canelones. Uno piensa: “¡Eh la pucha! Si es de Canelones debe ser una diosa cocinando pastas. Canelones, lasañas, pastas rellenas y panzottis”. No, a ella le pinta el agridulce. Nunca te va a hacer una putanesca, una bolognesa, una salsa cuatro quesos. No, a ella le pinta el trópico. Le pinta el ananá o la piña. Para mí son lo mismo. Una cagada. Una puntada al corazón, un virus en el alma. Laura me escribe por el facebook, me hago el soberano, es mi maquina, “si quiero te voy a responder”. Tengo ganas de preguntarle qué le parece el ananá. Si sabe que ananá y piña es lo mismo. Me quedo en el molde. Me está pidiendo que le guarde el pen drive que ahora está conectado en la máquina. No le respondo. Me hago el otario. Me hago el macho. Que piense lo que quiera. Que piense que estoy con la viola sacándole una canción para hacerle serenata. Que piense lo quiera. Que haga lo mismo que yo hice todo este tiempo. Confiar en ella. «¿Desea reproducir nuevamente?» «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar». “¡Ésta voy a aceptar! No acepto lo que veo, acepto lo que vos me preguntas Pentium. Acepto que soy un pelotudo pero no me trago lo que veo”.
El ananá tiene bromelina un fermento digestivo. Podés creer. Recien lo ví en Wikipedia. Y yo no me trago esta bronca. Busco una botella de whisky barato que tengo en la cocina. Se la toma el Octavio cuando se pone en letrista y se hace la reencarnación de Canario Luna. Ese sí que era un macho, ese sí que no perdía el tiempo como yo con una mina que no vale dos monedas. El tipo era de la calle, del barrio, tenía códigos. Yo no. Soy un pajerito que estudia Letras y no sabe cómo expresar tanto dolor. De qué me sirven las letras. Me hago el guapo y le entro a la botella de Criadores del pico. Los toros de la etiqueta me miran. Se me ríen en la cara. Ellos son grandes reproductores. Valen lo que pesan sus huevos. Valen su circunferencia escrotal. Yo soy un pelotudo que, por suerte, no me reproduzco. Solo reproduzco el asco. «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar».
Laura quería que este verano fuésemos a Brasil. Yo le dije que no voy a países que no hablen español. Ella me trato de cerrado. “Obtuso” me llamó. “Sí, puedo ser un ángulo obtuso si te gusta decirme. Pero vos ¿sabés qué? tus piernas son un ángulo llano. Ciento ochenta grados de placer para cualquiera”. Ciento ochenta grados quizás sea ese el punto de ebullición de mi sangre. El whisky me ayuda.
―Dale Flavio, vamos a Brasil, aunque sea al sur. Aunque sea Floripa― ella le decía Floripa y no Florianopolis, se hacía la catarinense furiosa.
―No Laura, vamos a la Paloma o si querés vamos a Argentina, a conocer la Patagonia.
― ¡Ay! qué amargo que sos. Yo quiero mar y playa. No sabés lo lindas que son las playas de Bahía. ―Había ido con las chicas en segundo año de la facultad. Yo la había conocido unos meses antes compartiendo una materia. Pero ella tenía preparado ese destino y ya había  pagado el viaje. De nada le sirvieron mis reclamos y pedidos lastimosos y babosos para que suspendiera su periplo. Se fue lo mismo. Se fue con esa sarta de boludas que tenía como amigas (había un par que estaban bastante buenas). Una de ellas lo rebotó al Octavio, decía que le parecía un tipo que solo pensaba en el sexo. “Claro, porque ellas querían a alguien inteligente, de buen sentido del humor. Al sexo se lo buscaban en otra parte”. «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar».     
Me entrá otro mensaje en el chat. Ella escribe: «Queeeeeeee haaaaaceeeess hooooooolaaaaaa estaaaaas ahiiiiiiiiiiiiiii». Yo escribo: «Noooooooooooo andaaaaaaaa aaaaa caaaaaagaaaarrrrr». Me parecen demasiadas aes. Borro. No mando nada. Ella debe ver que escribí algo que nunca le llegó. Los toros del whisky se me van de la etiqueta, quieren salir corriendo, prefieren morir en San Fermín y no ver a un macho auto-castrarse por cagón. Por no llevarlos bien puestos. “Perdón, muchachos”. Le doy otro beso a la botella panzona. Laura me pregunta: «dale decime qué me escribiste, te vi jajajajaja». Yo tengo ganas de decirle: «yo también te vi hija de puta». Sólo me animo a preguntarle si sabía que en Brasil hay un pueblito que se llama Ananás. «Noooooooooooooo» (no sé por qué tiene los dedos tan pesados y multiplica las vocales con tanta indiscreción) «vamos! dale. Yo quiero mar». Le respondo que no tiene mar. Le explico que está a la altura de Río pero para el lado de adentro, como para el amazonas. Le quiero contar que lo acabo de ver en Wikipedia. Contarle que está en el estado de Tocantins. Que sus colores son el verde y el amarillo. Claro, ella me va a decir “verdeamarela como los colores de Brasil”. Pero para mí son verde y amarillo como los colores del Club Sportivo Cerrito, los colores de mi viejo que nació en Cerrito de la Victoria. Pobre viejo, yo lo traicione y en el liceo me hice de Peñarol. Mi viejo me diría, tirando el humo por la boca y la nariz, “cagate por cuernudo”. Sería una piña en mi corazón, o un ananá.      
«¿Desea reproducir nuevamente?» Sí, al infinito. Total, me queda Criadores como anestésico. Vuelvo a ver el video y enchufo la notebook porque se me agota la batería. Me duró más que la energía del corazón. Veo el ícono y veo un corazón al que le quedan tres minutos de batería. No lo puedo conectar en ninguna parte. Ya no sirve. Es tecnología obsoleta. Alguna vez leí un proverbio que decía no abras una ventana si no querés ver qué hay del otro lado. No sé si lo leí o lo invente. Canario Luna de esa frase se hacía cinco versos para el tablón. El nunca tuvo un pen drive de la novia, o la minita que se curtía, conectado en la computadora, el no tenía facebook, ni ninguna de estas pelotudeses que te amargan la vida.
«Cómo me gustaría verte reír». Hoy te vi reír como loca. “Ananá” es una palabra de origen guaraní. Nació acá, en el Paraná. Paraguay, Argentina, Uruguay. No en Brasil. Si algo les envidio a los argentinos, es que el clásico de su fútbol es con Brasil. Ya quisiera yo, uruguayo, gritarle en la cara un gol charrúa a esos “brazucas”. En Brasil le dicen “abacaxi”. Supongo que se dice “abacayí”. Al menos así lo gritaban las amigas de Laura en el videíto que encontré en su pen drive. Hoy, cuando se fue a lo de las amigas, se lo dejó conectado a la notebook. Yo entre para robarle algo de música y pase de victimario a víctima. Baje algo de la Vela Puerca, los Redondos, Bersuit y Drexler. No sé por qué tuve que clikear en al archivo “Abacaxi”. Están en un barco. La escena arranca en un paneo sobre agua verde turquesa. El paraíso se me transformó en infierno. Fui Dante bajando al averno en un ascensor descompuesto. Cinco chicas corean «Laura Abacaxi, Laura Abacaxi, Laura Abaxi». «¿Desea reproducir nuevamente?» «Aceptar». Laura se pone de espaldas a la cámara y baja quebrando sus rodillas como cuando bailábamos “Laura se te ve la tanga” de Damas Gratis. De frente tiene a un moreno de un metro ochenta, fibroso, viril y en sunga. Él le vacía el vaso blanqueado de bebida en su cara. Las chicas gritan enardecidas. El negro se transforma en un lactante mamando piña colada.
«¿Desea reproducir nuevamente?»
«Rechazar»       
                                                                              Fredy Bustos

lunes, 24 de junio de 2013

MAS VITAMINA C CONTRA LA GRIPE A


TÉCNICAS PARA COMER MANDARINAS
Si un conocimiento me llevo a la tumba es aquel que reza: “las heladas dan mejores mandarinas”. Hágase de ese comentario en cualquier charla informal con una persona mayor de 62 años y estará a la altura de las circunstancias. Suele darse así:
ADULTO MAYOR: ―Miércoles ¡Qué frío!
UDTED: ―Y eso que aún no heló (marque un silencio para presentar el conocimiento en el momento correcto).
ADULTO MAYOR: Es cierto, lo que nos espera...
(Ahora sí, todo suyo, dibuje, maestro)
USTED: ―Por eso no hay mandarinas como las que había antes. (Usted, desde este momento, tiene que tener el tiempo adecuado y respetuoso para escuchar anécdotas de los inviernos del último medio siglo).
                Las mandarinas tienen ese qué se yo. Hay dos grandes grupos: criolla y las dancy. La primera es amarga, agria. Te hace los ojitos como aquel beso a los 14 que te diste con la persona menos indicada solo para salvar la matinée. La mandarina criolla debe existir en otras partes del mundo, lo que no sé es si ahí también es criolla o “argentina”. La cáscara de la mandarina tiene la propiedad de salvar el aburrimiento. En una sobremesa familiar, usted, aletargado por las aburridas consideraciones hereditarias tras la muerte de  il´nono, puede aplicar ácido cítrico en los ojos de un primo (hágalo oprimiendo entre sus dedos –los suyos, no los de su primo- un trozo de cáscara de mandarina criolla cerca de sus ojos –nuevamente: los ojos de su primo, si lo hace en los suyos, propios de usted que lee esto, no verá el efecto comiquísimo en los ojos de su primo). Advertencia: si una tía (normalmente su madre –mamá de su primo, si fuera su madre, de usted que lee esto, habría omitido decir “tía” anteriormente-) dice escandalizada: “¡No! ¿Qué lo querés dejar ciego?”, no responda. Es una pregunta retórica y, hasta ahora, la ciencia no ha demostrado cegueras producidas en ojos de primos por ácido cítrico esparcido tras aburridas consideraciones hereditarias tras la muerte de il´nono. Al menos, yo las busqué bajo esas características y la oftalmología moderna no me ha devuelto ninguna respuesta afirmativa. Mándela a la mierda (en silencio como suele hacerse).   
                La dancy, ya con su nombre hollywoodense, pecha. Son las más coloradas, son más dulces. Y hele o no hele vienen ricas lo mismo, total ya son todas tan transgénicas como las criollas (el concepto de transgenización de las mandarinas en todas sus variantes es un tema interesantísimo para abordar con su tía tras el reto absurdo o con el adulto mayor que mandó a la miércoles al frío). Las mandarinas dancy tienen ese encanto único. Son dulces hasta que un día, quince años después, usted ve a esa persona que se chapó en la matinée para salvar la noche a los catorce. De pronto está parada en una feria de platos a la salida de la parroquia del barrio vendiendo tartas y tortas para el viaje del grupo scouts de su hijo (el hijo de esa persona, usted aún no formó una familia porque sigue arrojando ácido cítrico en los ojos de primos sin atender a los adultos asuntos tras la muerte de il´nono).  Uno, sin saber, le compra una porción de tarta de ricota de mandarina y se replantea la vida sin pepas.

                Hay otras mandarinas que vienen con la cáscara pegadísima y se disecan mientras uno las pela; de ellas que se ocupe su tía.    
FREDY BUSTOS

sábado, 22 de junio de 2013

NI REIR, NI LLORAR, NI SILBAR

LA VOZ DE ANTONIO

―Sacá la basura, por favor― gritó Marta desde el patio trasero―. No podemos pasar otro día con ese olor a mierda.
Antonio no necesitó del grito para hacerlo. Ataba la bolsa y sentía el calor húmedo de la polenta recién hecha y recién tirada entre los trastos del fin de semana. Era domingo y esperaba esa noche como los últimos silenciosos domingos de su vida. Sin un grito de gol, sin una carcajada de sobremesa. Caminó por el caminito de lajas del jardín y vio el humo que salía de la montañita de hojas quemadas que esmeradamente amontonó y quemó Bermúdez, el vecino de Peña al 5608, un jubilado igual que él, pero tan distinto a la vez. Imaginó que el humo espeso se le metía por la nariz y le hacía lagrimear los ojos. Se imaginó encarando al vecino. Imaginó que golpeaba la puerta y le gritaba:
―¡Bermúdez, esto ya lo hablamos cuántas veces, mi amigo! No quiero llevar esta conducta a la justicia. Bermúdez, usted sabe con quién está lidiando― vociferaba desde este lado de las celosías de la ventana―, sabe que si llevo el tema a Tribunales lo paseo cómodo y salgo ganando…
Imaginaba esos gritos, imaginaba a Marta diciendo «Calmate, Antonio. Calmate». Imaginaba en silencio, aturdiéndose solo, sin siquiera escuchar su propia respiración (eso que hacen los humanos para vivir y que, para él, era simplemente bochorno y asco). Como otras tantas vueltas de su propio odio, intentó meterse el índice, humedecido con la inmundicia de la bolsa de basura, por ese hueco de mierda que tenía donde antes iba un elegante nudo de corbata. Meter el dedo y degollarse. Terminar lo que los médicos empezaron y nunca acabaron.
Se paró en la vereda. Un viento frío del este le traía el humo del otoño incendiado en el cordón cuneta. Fingió que tosía casi como un acto reflejo, como una costumbre vernácula que nadie le extirpó. Miró el reloj y escuchó al camión doblar por el pasaje Madrid. Su corazón se aceleró.
«Puta, éste todavía sirve», se dijo, recordando su voz, ésa que cautivó a jóvenes estudiantes de Derecho en clases magistrales de Civil I.
Se quedó mirando el camión mientras comprimía toneladas de desperdicios. Él se arrojaba ante esa fuerza destructora, amanecía en algún infierno de aves de rapiña que lo revoloteaban y no lo querían comer. Disipó ese pensamiento cuando vio a los basureros descolgarse de la parte trasera de la mole en busca de su polenta desabrida, su húmeda yerba mate que no cebó ni pudo compartir con Marta. Entregó la bolsa.
―Gracias, jefe― le dijo el más joven de los recolectores.
Antonio le respondió con una sonrisa muda. Aún no se acostumbraba a esa voz que aprendía a sacar de las entrañas. Pensó en darle tiempo al tiempo. Le extendió la mano amablemente. Su mano de abogado jubilado por incapacidad se estrechó con el guante podrido y maloliente del joven. Esperó unos instantes. Siguió con la vista, maravillado, al muchacho que manoteó tres bolsas en una mano y dos en la otra. Antonio sonrió como un niño. Intentó recordarse así, de pequeño, aprendiendo a hablar, y no pudo. Vio volar las bolsas hasta caer en la boca del camión entre otras tantas basuras del barrio.
Antonio se acomodó el pañuelo de seda y acarició con sus uñas el lado derecho del cuello hasta bajarse el paño justo donde empezaban sus hombros. Un orificio en la tráquea le respiraba un aire que nunca inhaló, un humo que nunca olió y un sabor que sólo era un recuerdo. Casi se larga a llorar con sollozos. Con llanto. Sabe que ya no está entre sus facultades. «El llanto le está vedado, Doctor», le supo decir un colega después de la operación.

Sonrió y aplaudió como un niño extasiado cuando contempló al basurero silbar para marcar la partida. 
                                                             Fredy Bustos

miércoles, 19 de junio de 2013

DESPUÉS DEL PROTAGONISMO PATERNAL

Vi como él tironeaba desesperado del codo de ella. Ella parecía inconmovible, al menos desde la media cuadra que nos distanciaba. Él entre sollozos le decía cosas que yo no alcanzaba a escuchar. Él habrá tenido cinco o seis. Ella pasaba los treinta. Cada vez los tenía más cerca. Vi que ella tenía una pequeña lágrima que contenía con esfuerzo y disimulo. Él, descorazonado, se le cruzaba en el camino. Le pisaba los pies. Yo supuse que eran un sinfín de “mamá comprame y dejame”. Él extendía su manita  queriendo frenar esa lágrima antes que el dolor se desparrame por toda la ciudad. Como un dique que estaba a punto de rajarse para siempre. Al escucharlo pude entender ese drama.
Perdoname, Mamá. No te quise decir “pelotuda”.

miércoles, 12 de junio de 2013

UNA DE TETAS


¿Cómo  se dice: “tetona” o “tetuda”?
Se dice “yegua”. Si tenés esa duda tenés que decirle “yegua”.
Pero las yeguas no son ni tetonas ni tetudas, Pablo. Las que sí saben tener mucha teta son las vacas.
Ah, pero si le decís “vaca” te mandan a la mierda, Lea.
Sí, puede ser. De todos modos, no sé si le diría tetona, ni tampoco tetuda. Me parece inapropiado.
Tu mamá es tetona.
¿Qué decís?
Bueno, perdón. Tu mamá es tetuda.
No me parece.
¿Qué cosa no te parece? ¿Qué sea tetona? ¿Qué sea tetuda? ¿Qué yo te diga que tiene lindas tetas?
No sé, qué se yo. Puede ser. De todos modos, no es algo que me interese heredar ¡Qué loco! ¿Vos qué heredaste de tu mamá?
Yo de mi vieja heredé los ojos.
¿Ves? Eso sí está bueno. Pero, ponete a pensar ¿qué me pasaría a mí si heredara las tetas de mi vieja?
Y, quizás, yo te diría “qué hacés tetón”.
—¿Ves? Ahí está.
¿Qué cosa?
Me decís “tetón”, no me decís “tetudo”.
Entonces es “tetona”, no  “tetuda”. Mirá las cosas que aprendimos gracias a las tetas de tu vieja.
 FREDY BUSTOS

martes, 4 de junio de 2013

una de cuarteto

EL CANTANTE
―Ya son las una y media, Pato—Dijo el intendente masticando bronca y medio choripán del bufete. ― ¿Dónde está su cantante? ¡Me están tomando el pelo!
―Nosotros también estamos preocupados, mire si le pasó algo en la ruta. Dios no quiera, intendente. Dios no quiera.―Dijo eso y encaró para el escenario. Animó por enésima vez a la concurrencia que desbordaba el club del pueblo. El tinglado, recientemente inaugurado, transpiraba con la madrugada. Afuera empezaba a helar. Del Turco, ni noticia y a la banda se le agotaba el poupurrí de piezas clásicas de ese ritmo que empezaba a llamarse cuarteto.
Después de dos horas a pura orquesta, literalmente, el flamante Peugeot 404 Sprinter modelo 1975 estacionaba entre un rosario de camionetas, sulkys y rastrojeros a las afueras del club del pueblo. Él bajó, se quitó el tapado, pisó la colilla del rubio con filtro, desabrochó los primeros dos botones de la camisa roja, encrespó su pelo negro y fue al encuentro del Pato que lo miraba con furia.
― ¿Dónde te metiste, pelotudo?
― Nada, me confundí. ―Dijo el Turco, sabiendo que al baile le quedaba una hora y media.
― Bueno, ya está. Hacete el rengo que dije que tuviste un accidente. ―el Pato no dijo mucho más y subió al escenario. ―Señoras y señores, llega el momento esperado. Este es el nuevo sonido, hoy por hoy, mañana y siempre. ―Sonó el órgano y el Turco entonó los primeros versos: “prohibido enamorarnos, nena/ y desojar margaritas, nena”.
Ovación, el techo de chapa transpiraba en todo su esplendor, un goteo frío caía sobre la ruleta de bailarines que se formaba frente al escenario. Todo un pueblo, toda la gente. Mientras el órgano y la guitarra eléctrica marcaban el sonido más moderno de aquel entonces, el Pato, aliviado, hizo la pregunta:
― ¿Cómo que te confundiste, Turco?
― Sí, le erré por un par de letras y unos ciento cincuenta  kilómetros― el Turco aprovechaba para sonreírle a las chicas que le gritaban al ver su camisa roja entre abierta.
Una hora y media antes, el Turco Julio había llegado a otro pueblo. Había querido viajar solo para poder asentar su nuevo auto. Fue tranquilo, con tiempo, para llegar al baile más holgado. Llegó y preguntó en los dos clubes de Arroyito. Comprendió que no había baile ahí. Prendió un cigarrillo y el olor a tabaco quemado se confundía con el vapor de caramelo de la fábrica. Desconcertado, encendió la radio. Escuchó a la locutora de LV2 repasar la grilla de presentaciones de las distintas orquestas: “La Leo, en tal lado. Cuarteto de Oro, en tal parte”. Hasta que comprendió que estaba lejos. Prendió un cigarrillo que le duró dos secas eternas. Volvió disparado a Córdoba, cruzó la ciudad y salió como una bala buscando la ruta 36. Llegó a Rio Tercero viendo el velocímetro de su auto nuevito. Preguntó y encontró el ripio que le faltaba. Seguía tarareando canciones de la banda y marcando el riff de Smoke on the water  de Deep Purple. La guitarra era su pasión y estaba rockeando sin querer por las rutas y caminos de la noche.   
Aplausos, gritos y más gritos. El baile había empezado, ahora con el cantante en escena. Lo anterior fue esperar para ver lo bueno que tanto se escuchaba. Eran ellos, los mismos de la tapa del disco Volumen I. Eduardo “el Pato” Lugones retomó el micrófono para presentar el segundo tema con cantante:
― Así es, señoras y señores. Esto es Chébere Volumen I en Corralito. Palmas, palmas, palmas.      
Fredy Bustos

jueves, 30 de mayo de 2013

NECROLÓGICAS

CÁSCARAS INERTES
          -De acá me sacan muerto. Yo no me pienso mover.
          -Bueno, a decir verdad, está bastante cerca, Señor Ramírez.
        -¿Acaso osa en amenazarme, comisario? ¿En la puerta de mi casa? ¡Por Dios! ¿Dónde se ha visto semejante atropello?
Cuando vociferaba desde el interior, el vidrio de la puerta del panteón se empañaba. El comisario ya se había quedado solo -mi alma- para enfrentar el desalojo. Un oficial de justicia, y el resto de la comitiva se fueron retirando a los autos cuando las sombras de la noche cubrían el cementerio del pueblo. Yo miraba la negociación desde la puerta del mausoleo de los Venturini. Llevaba, para aquel entonces,  veinte años como cuidador del cementerio. Heredé el puesto de mi santo padre y, si bien he visto cosas raras, nada se compara con lo de aquella noche fría. Me quede duro, en silencio, camuflado por el lúgubre paisaje.
                -Dele, Ramírez. Terminemos con esta locura. Acá dice, bien clarito, que el Juez ordena el desalojo de este lugar sagrado. Usted no puede vivir acá.
                -A mí, ni usted ni ningún juez me van a tratar de loco. Acá dice bien clarito “Pedro Ramírez descansa en paz”. Y eso estoy haciendo desde que me jubilé. Descanso en paz, carajo. Así que digalé al Juez que, si quiere, venga y lo charlamos, como hombres de bien, compartiendo unos mates que acá la casa es chica pero el corazón, grande.
                Los mates de Don Pedro Ramírez (el vivo) eran dulces. Solía ponerles cáscaras de naranja secadas al sol. Tipo diez de la mañana, cuando el rocío no molestaba, las enhebraba cuidadosamente en la cruz de la tumba de Edelmira Vasconcelos, viuda de Zárate, y ahí las dejaba tomando formas retorcidas e inertes. No me caía mal el tipo. Supo contarme que era empleado bancario de un pueblo al sur de la provincia. Que un día su sueño lo trajo por estos pagos. Se había dormido en el colectivo que lo llevaba con otros destinos y decidió bajarse, sin saber, acá. Cuando lo vi entrar esa tarde me llamó poderosamente la atención. De pinta no tenía nada extraño para sus setenta y tres años, pero no mucha gente entra con un bolso al cementerio. Habrá caminado unos treinta minutos, durante los cuales se detuvo a leer atentamente los epitafios. Yo lo seguía, de lejos, simulando que barría las calles del cementerio.  Me paré a rasquetear bosta de palomas cuando lo vi detenerse en el panteón de la familia Ramírez. Desde su llegada no dijo nada, ni habló con nadie, pero juro que lo vi con la expresión de los que se quedan sin palabras. Sonrió con alivio, abrió, entró y ahí se quedó.
                Dentro de su locura era un hombre leído, de charla amable, y salvo el exceso de azúcar en los mates, no he tenido mayores quejas. Lavaba su poca ropa los jueves y la colgaba en una soga que ató en el pasillo del fondo. Esos nichos están para el olvido, son de muertos del 1900. Inmigrantes, tatarabuelos de gente que ya murió también. Estaría mintiendo si negara que, Don Pedro, le devolvió la vida a ese rincón del cementerio. Comía siempre en el panteón. Se hacía algunas cositas sencillas en un anafe portátil que compró en la ferretería que supo ser del turco Rustam. Las vueltas de la vida, nadie visitaba la tumba de Elías Rustam pero Pedro se pasaba horas charlándole de plazos fijos y cuentas corrientes. Había noches que encargaba comida pero los chicos de los repartos, que ya contaban la leyenda, normalmente no se animaban a venir de noche al cementerio. Los entiendo.
Con los Ramírez, dueños del panteón, no hubo muchos problemas. Eran de poco venir al cementerio. La mayoría se fue a la ciudad, incluso la viuda de Pedro (el muerto, a quien no conocí en vida). El otro Pedro (el vivo) sólo se los encontró un par de veces. Aparentemente, decidieron continuar el dialogo ventilando el caso en tribunales. «Éstos son unos vivos bárbaros» me alcanzó a decir Pedro después de la última vez que los hijos intentaron convencerlo de que deje la sagrada tumba de su padre. Creo que fue esa tardecita cuando Pedro me contó que era un hombre solo. Su familia era el Banco y sin trabajo también perdió el hogar. Desde aquella tarde yo le traía algunos enseres: jabón blanco, polenta, algún churrasco, yerba y azúcar, mucha azúcar. A veces me ayudaba a barrer. Él siempre limpió su calle. Me decía “vecino”. Comentábamos los partidos del fin de semana o me contaba chismes de las visitas del domingo. Uno se siente solo en los cementerios y la gente viene de pasada hasta que un día se queda, vio. Pero ya, desde ese momento, no saluda.
                Apagué el cigarrillo en un florero. La aspiración de las secas me impedía escuchar el diálogo entre el Comisario y Don Pedro.
                -A ver, Ramírez, digamé lo que dice acá arriba. Venga, hombre. Salga y lea lo que dice acá, encima de la puerta.
-“Familia Ramírez”- dijo Don Pedro sin mirar porque no le hacía falta leer para saber que la razón lo sometía.
                -Bueno, Don Pedro ¿entonces? Usted, mi hermano, no tiene familia, así que ésta no puede ser su casa.
Puta, hasta el día de hoy recuerdo esa frase con la misma indignación que me generó. Volví a prender otro rubio para tragarme con el humo la bronca. Don Pedro agachó la cabeza y armó el bolso.
Cada mañana llego al trabajo pensando que ese día voy a verlo  entrar con su cortejo. Lo voy a reconocer porque vendrá sin deudos. Ese día pondré la pava para cebarle unos dulces. Las cáscaras de naranja ya las tengo, inertes, esperándole.
Fredy Bustos


jueves, 23 de mayo de 2013


Solo porque un día podrás cruzar la calle y sentir la bulla de una ciudad
Porque un día pisarás un charco y te reirás al ver la onda expansiva
Por mirar la luz a través de una cuchara con gelatina
Por reírte, al rato, del chiste más malo
Solo porque un día escuchés las hojas del otoño explotar en un paso tuyo
Porque un día definas las formas de las nubes y el sabor del beso
Por saber cómo es cerrar los ojos en una pepa de limón
Por mirar tus pies más allá de un río
Calentar el sueño en una siesta de inverno con un sol tibio
Calmar la sed con la palma de tu mano, y saber que somos como éramos
Escuchar la voz de alguien que extrañaste
Solo por amanecer escuchando gallos y dormirse con los sapos
Solo por sentir que el amor vuelve cuando se lo entrega
Y que las lágrimas pueden un día darte risa
Está bueno que vengas a esta vida.

jueves, 25 de abril de 2013

LA INFLACION DE LAS VIEJAS


SALIERON GANANDO
                -Dale Irma, así cuándo te pensás que vamos a ganar el quini.
El grito de la Berta, desde la vereda, terminó de descascarar la pintura del alfeizar. Sobre el revoque original de la casa de su amiga se montaba un cúmulo de capas de pinturas a la cal. Un estudio estratigráfico podía definir las eras geológicas de su vida de casada. El celeste que eligió Norberto cuando se casaron, el rosa viejo de la infancia de los chicos, el verde agua de la década del setenta, las mezclas que permitió la democracia y los parches descoloridos que acumularon su viudez. Berta jugaba con las rueditas del carrito de las compras cuando la Irma salió atajando el cusco con el pie derecho.
-Pero, si será de mierda este perrito, casi me rompe el único cancán que me dejó sano- dijo mientras giraba la cerradura de su casa.
-Bien que te quejas pero es tu única compañía- la frase de la Berta a Irma le cayó ponzoñosa como siempre, pero ya le conocía esos arrebatos cuando andaba apurada. Desde que se jubiló y dejó las dirección de catastro siempre andaba apurada. No se daba cuenta que ahora el tiempo tenía que esperarla a ella.
-Me imagino que si te ganas el quini vas a comprarte un carro con las ruedas parejas- dijo la Irma y Berta le devolvió una sonrisa. Siguieron rumbo a la feria riéndose de pavadas y chismes. Llevaban un par de décadas haciéndose compañía y soñando con millones de un solo golpe de suerte. La primera decena de años jugaron siempre a los mismos números. Hasta que una mañana la Irma le llamó por teléfono a la Berta, espantada.
-Berta, anoche soñé que salían nuestros números. Era clarito, veía los resultados por Crónica. El problema es que las dos lo veíamos juntas, internadas. No habíamos jugado, nena, no habíamos jugado porque estábamos internadas.
Irma, aquella mañana, esperó. Se cebó unos dulces hasta que se hiciera una hora prudente para llamarla. Berta estaba en ayunas a la hora de la noticia. Así que decidieron seguir el presagio y cambiar los números en cada jugada. Lo decidieron así porque si bien la Irma había desayunado, la Berta no; así que les pareció prudente cambiar la cábala.
Desde aquella pesadilla, diez años atrás, elegían los seis números primeros que le salieran de los precios de la feria. Alternaban meticulosamente la estrategia. Una semana cada una. Una iba cantando los números que veía a golpe de vista y la otra anotaba en una libreta. Mandarina: $7 el kilo / Brocoli: $12  el atado / Merluza: $45 sin espinas / huevos de color: $8 la docena (en ese caso la escribiente podía tomar el 8 y el 12 en la lista). Una vez cubiertos los primeros seis números para la jugada, la escribiente guardaba la lista en el monedero. Seguían con la compra de mercaderías y luego partían a la quiniela de Don Julio. Nunca sabían los números que jugaban hasta que veían el sorteo juntas, al día siguiente. Dentro del caos de su estrategia aleatoria el procedimiento se cumplía religiosamente. Nunca le pegaron ni a cinco cifras pero la ilusión permanecía intacta.
                -Irma, vos no le dijiste a nadie cómo jugamos al quini, ¿verdad?
                -Pero, estás loca vos. Mirá que voy andar ventilando nuestro plan- le respondió mirándola a Berta con una mezcla de asombro e indignación.
                -¿Y qué vamos a hacer si ganamos?- preguntó Berta como desanimada e inquieta por la duda –viste cómo está todo con el tema de la inseguridad, dos viejas solas, millonarias de pronto- Irma la miraba asombrada en sus dudas. Berta siempre trabajó afuera, fue independiente (solterona, pero firme en sus ideales  -claro no tenía con quién negociarlos o renunciarlos- pensó Irma, pero en definitiva era la abanderada del coraje entre las dos).
                -Y yo voy pintar la casa. Necesita un par de manos como la gente. Barnizar las ventanas. Seguir una vida sin tantas privaciones- Irma trataba de animarla a su socia. Estaban a una cuadra de la casa de apuestas y el valor apremiaba.
                -Pero Irma, acá todos nos conocen. No podemos aparecer de golpe con reformas y lujos si vos sos pensionada y yo jubilada. Viste como es la gente, va empezar a hablar. Vos estás sola sin Norberto que te defienda. Si no nos roban, la gente lo mismo habla.
                -Sí, puede ser. Hoy uno ya no sabe en quién confiar- al decirlo Irma demoró el tranco. Disimuló sus dudas repasando con la vista la pantorrilla del cancan. Se quejó un rato de los zapatos y trato de desviar, sin éxito la conversación hacia el clima. Berta estaba ganada por el miedo que contagiaba.  
-Además Irma, mirá que tus nietos no van a venir a pedirte plata para autos, viajes y esas cosas. Viste cómo son los chicos de hoy en día, no saben lo que es el sacrificio.
-Sí, puede ser. Ni que hablar de tu cuñado, Berta. Tu hermana es una mujer tan buena como vos, pero se vino a casar con ese sátrapa que vende a la madre y no pide el vuelto.
-Tenés razón, la verdad que no sé si es tan buena idea que seamos millonarias. Hoy, como están las cosas, es preferible pájaro en mano que cien volando. Yo siempre te lo dije a eso, te acordás cuando noviabas con el Arturo. Lo dejaste ir esperando el príncipe azul, Berta. Un muchacho trabajador como mi Norberto, que Dios lo tenga en la gloria.
Se quedaron paradas reflexionando sus pasos a seguir. Estaban a media cuadra de la quiniela. Siguieron caminando y don Julio salió del mostrador al verlas pasar de largo. Los martes de los últimos veinte años las vio entrar ilusionadas. Ahora las veía irse sin poder escucharlas.
Irma sacó del monedero la lista y repasaba la lista de precios. Pensó en lo cara que están las cosas. Se saboreó y sacó una mandarina del carrito destartalado.
-Berta, pero a la feria no vamos a dejar de venir, aunque no seamos millonarias.
- Pero claro, Irma. Es la única forma de salir ganando.   

miércoles, 24 de abril de 2013

DE PENALES E INJUSTICIAS


EL LARGO BRAZO DE LA JUSTICIA

Ceferino Serafín Fernández era un tipo pendenciero. Solía entrar a los baños públicos y si alguien se le acercaba a orinar en el mingitorio contiguo, él seguro se rajaba un pedo para generar la molestia ajena. Un reactor de violencia que andaba por la vida, inestable. Su madre, doña Elisa Bustamante de Fernández, sufrió los golpes de Serafín en sus pechos porque, aparentemente la leche le sabía dulce. Los golpes le molestaron siempre, sobre todo la tarde que Serafín volvió sin posibilidades de hacer la colimba. Se había salvado por número bajo. Hijo de Ceferino Fernández, policía del departamento Río Seco, Ceferino segundo nació en un parto complicado. Un curandero del paraje las Maravillas, le supo decir a los padres del pequeño que su mal carácter nació con él, en el alumbramiento. El uso de fórceps en la parición le imprimió un deseo que se sostendría en el tiempo. Incorporarse a alguna fuerza de seguridad para llevar a delante desalojos por la fuerza pública. Oficialmente, no hay registros de su incorporación a ningún ente armado. Pero aquella noche cumplió su sueño.
Cuando lo conocí, yo ya llevaba una interesante recopilación de datos y anécdotas acumulada en la guantera de mi camioneta. Había escuchado aquella historia, que me pareció inverosímil sobre los cuatro penales que supo atajar en el partido contra los empleados de la cooperativa de luz y agua. Todos se los atajó a la misma pierna del mismo pateador. El zurdo Echenique era un morocho alto, encargado de las reparaciones en el cableado de media tensión luego de los daños que originaba el viento del este y el viento del sur. El mundo bipolar, de aquel entonces tenía polarizados los trabajos y funciones en la cooperativa. Para modo de ejemplo, debo dejar asentado, que, para los perjuicios que generaba en los postes el viento del este y el viento norte, el encargado de la cuadrilla era Germán Palacios, diestro. Un detalle que sirve para entender aquellos tiempos de intolerancia política puede ser este: cada cuadrilla tenía su propio busca polos, mientras que, el resto de las herramientas, era compartido  En aquel match caliente, que definía la llave de semifinales del torneo Estancia La Paloma, el desenlace podía llegar con ese penal, que rompería el cuatro a cuatro, a los cuarenta y cuatro minutos de iniciado el segundo tiempo. Serafín se acercó al árbitro cuando atajó el primero. Dirigía los destinos del partido, Don Polonio Bustos, patrón de la estancia, organizador del torneo y engordador de la vaquillona que cumplía las funciones de premio mayor.
-Escucheme Don Polonio, usted sabe que este tipo me está pateando al medio porque me tiene lástima-  le dijo Serafín en el oído derecho, único oído útil del latifundista.
El hombre de negro (porque Don Polonio siempre vestía de traje negro impecable y camisa blanca, tanto en los partidos de fútbol como cuando era comisario de pista en las carreras cuadreras) atendió el reclamo y ordenó una siguiente ejecución. El zurdo Echenique pateó con fuerza los siguientes tres disparos. Su pierna izquierda era un cañón tierra-aire de un portaaviones soviético. El preparador físico de la cooperativa supo explicar que el secreto (que dejaba de serlo) radicaba en las reparaciones del cableado. Echenique, al trepar la escalera, avanzaba tres escalones con la pierna izquierda y uno con la derecha. Los reclamos de Serafín fueron de nuevo contra la humanidad del árbitro. El quinto disparo fue inclemente. Germán Palacios, capitán del equipo de la cooperativa y pro aliado, se reunió, minutos antes, con el zurdo Echenique en el punto medio de la cancha.
-Clavaselá al ángulo- fue la orden.
Decidir si era al ángulo derecho o al izquierdo, llevó varios minutos de discusión por medio del teléfono rojo que volvía a activarse después de la crisis de los misiles en 1962. La mayoría de la concurrencia, entre hinchadas y vecinos de la estancia, el párroco y parroquianos de los bares de la zona, jugadores de los distintos equipos del torneo y yeguarizos atados a los sulkis; miraron atentos la atribulada discusión. Don Polonio, sabedor de la política internacional, miró al comisario Urrutia para que se mantenga alerta. Hombre de paz, Urrutia sabría cómo actuar si al optar por uno u otro ángulo, aquella cumbre terminaba en una crisis al borde de la tercera guerra mundial. Ceferino Serafín escupió en la línea de cal y se fue al buffet por un porrón fresco. Cuando eructó delante del presidente de la cooperativa, lo miró desafiante como hacía siempre. Volvió al arco al mismo tiempo que el zurdo Echenique se acercaba al punto del penal. Echenique miró al arquero y en el mismo giro de vista, alcanzó los ojos de la vaquillona que estaba en los corrales detrás del arco. La pobre seguía  atenta un campeonato que pondría fin a su rumiante vida. Polonio Bustos pitó y la pelota se elevó unos veintidós grados en dirección recta, golpeó el travesaño a la mitad exacta. El cuero desprendió una astilla del poste (donado por la cooperativa para realización de los arcos) que terminó en el ojo derecho de Ceferino Serafín. Esa lesión y su orgullo, también lesionado, le imposibilitaron ver el golazo que le habían metido. La pelota siguió su trayectoria rompiendo la red y quedó clavada en una espina de un barba ´e tigre, árbol espinoso, de frutos buenos para calmar el dolor de muelas. Ceferino Serafín volvió su reclamo al árbitro para exhortar una nueva ejecución. Dos razones lo llevaron a Don Polonio a desoírlo, primero la paz mundial y el hecho inédito de que ambos sectores polarizados desde la segunda gran guerra, habían optado por un disparo al centro; la segunda era mucho más banal y pragmática. Sin pelota no se podía patear de nuevo ni tampoco definir el campeonato Estancia La Paloma. La final nunca se jugó y la vaquillona dejo de serlo. Cuatro meses más tarde empezó su vida reproductiva y sumó a la hacienda de Don Polonio Bustos cuatro pariciones. La primera, fue una ternera osca, primer premio del campeonato Estancia La Paloma en su decimotercera edición. Pero ya Ceferino Serafín no estaba inscripto. Desde aquella tarde dejó el fútbol porque sintió sus brazos más cortos que nunca.                            
-Acondroplastia, eso es lo que tiene el Ceferino Serafín. Dicen los médicos que no siempre suele ser hereditario, así que de los cinco chicos, hasta ahora, si Dios quiere, ninguno muestra problemas como esos. Pero bueno hay que esperar que crezcan un poco- Así me explicó el mal de su marido la Sandra, esposa del tipo más testarudo que he conocido. De brazos cortos debido a la interrupción del crecimiento de sus cartílagos, el Ceferino no se la achicaba a nada ni a nadie. No era enano, sólo los brazos le quedaron cortos. En las yerras todos se quedaban sorprendidos porque pialaba de abajo. Tomaba el lazo con una determinación estoica y en uno o dos giros torpes y poco armoniosos del pial se volteaba lo que pasaba. Después del enganche, había que ayudarlo a hacer fuerza por que las distancias entre ambas manos eran más largas que para el resto de los mortales, los condroplásticos, o sea los que tenemos los brazos como la mayoría de la gente. De chico siempre lo mandaban a calentar la marca en el fuego o servir empanadas al resto de la peonada, pero el Serafín escupía en la tierra se untaba las manos con barro y se metía con el lazo, como el resto. En el entrevero empezó a demostrar cojudez, así que nadie más le discutió.
Porfiado como un resorte, se ganó la fama. Así fue como terminó en el arco. Cansado de la discriminación que sufría en la selección de los equipos de fútbol por medio del tradicional pan y queso. Ceferino Serafín un día inventó el futbol cinco. Fue una tarde en el recreo largo. Hasta ahora, entre todos los alumnos varones de la escuelita rural se jugaba fútbol siete. Pero en total eran quince, nada más que con el pretexto de la igualdad y las situaciones equitativas, todos eran elegidos para uno u otro equipo y Ceferino Serafín quedaba en el puesto quince, no jugaba, sobraba. Los hermanitos Valdez, hijos de un hachero santiagueño empezaron con el consagrado pan y queso. De pronto, Ceferino Serafín tomó la pelota entre sus manos con un esfuerzo nunca visto en la zona.  Pisó en una línea  perpendicular a la que trazaban los Valdez y dijo: Salame. Los Valdez lo miraron desconcertados.
-De ahora en más acá se arman tres equipos, señores- escupió en el piso y todos entendieron. Su alpargata derecha pisó los pies de ambos hermanos. Y Ceferino Serafín comenzó a elegir. Primerió con el colorado Gigoni, un gringón hijo de un contratista que vino de Oliva, famoso por sus goles de media distancia y su alergia a las gramíneas. Cuando formó su equipo, los acercó debajo de sus brazos cortos, y arengó:
-Muchachos, yo se que vamos al muere conmigo, pero bueno, entiendanmé, quería jugar alguna vez. Como sé que nadie quiere, al arco, voy yo- Nunca más dejó ese puesto, hasta el decimosegundo campeonato Estancia La Paloma, un par de décadas más tarde.      
Está de más aclarar que Ceferino Serafín nunca entró a la colimba por número bajo, el número del largor de sus brazos. Nunca disparó un arma, salvo que una u otra vuelta acompañando cazadores de chanchos del monte. Pero la noche que paso a relatarles, el día que lo vi en toda su guapeza, fue un héroe a la altura de una medalla de honor al valor. Una noche de calor en el pueblo, la mayoría de la gente estaba en un bingo que se organizó para cambiarle las chapas al techo de la parroquia. En la carnicería del Inolfo Bracamonte se organizó una noche de pase y truco. Los invitados eran gente que jugaba fuerte, los más adinerados de la zona. Y así venía la cosa, hasta que se me ocurrió hacerlo traer al Ceferino Serafín para que me juegue a porcentaje. Le dije a uno de los chinitos que miraban desde la ventana del fondo que lo haga llamar al Ceferino. En quince minutos estaba golpeando la puerta del frente. Le cedí mi lugar y él, solito, se encargó de prepiar las quejas de los contrincantes. Pidió ginebra con coca y desplegó su arte. Hizo primera con poco, y con las cartas asentadas en su barriga dijo:
 aquí me presentó yo
 en mi tobiano pazuco
 pa contarles los primores
 que puede tener el truco.

En la tercera vuelta escupió el lomo de su última carta y, poniendo el as de espada en la frente, a lo macho me salvó la noche. Pero no era lo único que esa noche iba a salvar el Ceferino Serafín.
Habrán sido las tres y media de la madrugada, la gente del bingo se fue a dormir y los más jóvenes salieron para el baile de egresados del pueblo vecino. No quedaba nadie en las calles, como siempre. La comisaría estaba vacía porque Urrutia había dado franco a los subordinados para él poder jugar tranquilo esa noche en lo del Inolfo Bracamonte. Una patada en la puerta de la cocina, que daba al patio del fondo nos dejó helados a todos. Dos encapuchados con armas largas no tardaron en inmovilizar a todos con precintos negros. Con el Ceferino Serafín se las vieron negras. Fue el único que se les paró; pero lo hicieron entrar en razones con un par de culatazos en la frente.
-Y con este qué hacemos- dijo uno de los ampones al cómplice -no se lo puede atar ni por atrás, ni por adelante-
-Metelo en el baño- dijo el otro, mientras guardaba, en una bolsa de supermercado, los más de doscientos mil pesos que había. En otra bolsa, de otra marca minorista, metió los celulares y las llaves de las camionetas de los apostadores. Al arma reglamentaria del comisario Urrutia la tiró en el patio del fondo. Eso le hizo pensar al comisario que se trataba de ladrones de guante blanco, aunque esa noche hayan optado por otra combinación de color. Al bolsiquearlo al Serafín sólo le sacó su carné de conducir, miró el nombre y no tuvo más que preguntarle el por qué de esa suma cacofónica de nombres raros. Mientras le quitaban el picaporte a la puerta del baño, él les contestó amablemente que Ceferino era el nombre de su papá y con una sonrisa amplió:
-Serafín era el nombre que siempre mi mama le decía a mi tata, confundiéndolo con Ceferino.
-Como sea que te digan quedate piola en el baño- dijo el ladrón bueno y cerró la puerta. Cuando Ceferino Serafín escuchó el arranque de un vehículo empezó el escape. Con el mango de un cepillo de dientes color azul y cerdas color sarro  abrió la puerta y corrió hasta el patio. Empuñó el arma reglamentaria de Urrutia. Yo, y el resto de los apostadores, estábamos encerrados en un sótano donde el Inolfo maduraba salamines picado grueso. Lo escuchamos al Ceferino Serafín caminar por la carnicería. Nos comentó que no podía sacarnos porque habían cerrado la tapa del sótano con un candado.
-Sacanos, carajo- sentenció Urrutia.
-No hay tiempo, comisario- y cerró la frase con una escupida que sentimos golpear en la madera amohecida. Más tarde escuchamos el arranque de la Ford ochenta con motor  Perkins de la patrulla rural. Urrutia, convencido de la seguridad del pueblo que custodiaba, siempre la dejaba con la llave puesta.           
Ceferino Serafín avanzó decidido por la ruta, tomando la precaución de no encender las luces de la camioneta para no delatar su posición. Era un puma cazando en la soledad del monte bajo una luna tímida de cuarto menguante. Por suerte, vale detallar, que la camioneta tenía caja de tercera con palanca al volante. Eso le ayudó a nuestro héroe. La radio de banda ancha modulaba códigos inentendibles de la policía de la provincia. De todos modos, aunque Ceferino hubiese sido radioaficionado, difícilmente podría haber denunciado el atraco porque el transmisor no estaba al alcance de su mano. Esta era una misión que él debería enfrentar sólo. Divisó el resplandor del auto de los delincuentes, era un Renault Doce. Evidentemente disponían de ese vehículo para no alertar sospechas. Adentro, con la luz encendida, los ladrones venían contando entusiasmados el botín. Estando a unos veinte metros del auto, Ceferino Serafín aceleró la Ford y les dio de lleno en la óptica izquierda, generando el despiste de los ladrones. El auto se clavó en la cuneta en medio de un polvaderal. Los ladrones se retorcían de dolor sin saber qué demonio los había chocado. Ceferino Serafín puso la Ford mirando al auto y encendió las luces y las balizas azules. Bajó apuntando con la nueve milímetros de Urrutia y cumplió su sueño. Cargó la bala en la recámara y gritó, luego de escupir en la banquina:
-Salgan, mierdas,  con los brazos bien en alto.
Fredy Bustos