EL LARGO BRAZO DE LA JUSTICIA
Ceferino Serafín Fernández era un
tipo pendenciero. Solía entrar a los baños públicos y si alguien se le acercaba
a orinar en el mingitorio contiguo, él seguro se rajaba un pedo para generar la
molestia ajena. Un reactor de violencia que andaba por la vida, inestable. Su
madre, doña Elisa Bustamante de Fernández, sufrió los golpes de Serafín en sus
pechos porque, aparentemente la leche le sabía dulce. Los golpes le molestaron siempre,
sobre todo la tarde que Serafín volvió sin posibilidades de hacer la colimba.
Se había salvado por número bajo. Hijo de Ceferino Fernández, policía del
departamento Río Seco, Ceferino segundo nació en un parto complicado. Un
curandero del paraje las Maravillas, le supo decir a los padres del pequeño que
su mal carácter nació con él, en el alumbramiento. El uso de fórceps en la
parición le imprimió un deseo que se sostendría en el tiempo. Incorporarse a
alguna fuerza de seguridad para llevar a delante desalojos por la fuerza
pública. Oficialmente, no hay registros de su incorporación a ningún ente
armado. Pero aquella noche cumplió su sueño.
Cuando lo conocí, yo ya llevaba una
interesante recopilación de datos y anécdotas acumulada en la guantera de mi
camioneta. Había escuchado aquella historia, que me pareció inverosímil sobre
los cuatro penales que supo atajar en el partido contra los empleados de la
cooperativa de luz y agua. Todos se los atajó a la misma pierna del mismo
pateador. El zurdo Echenique era un morocho alto, encargado de las reparaciones
en el cableado de media tensión luego de los daños que originaba el viento del
este y el viento del sur. El mundo bipolar, de aquel entonces tenía polarizados
los trabajos y funciones en la cooperativa. Para modo de ejemplo, debo dejar
asentado, que, para los perjuicios que generaba en los postes el viento del
este y el viento norte, el encargado de la cuadrilla era Germán Palacios,
diestro. Un detalle que sirve para entender aquellos tiempos de intolerancia
política puede ser este: cada cuadrilla tenía su propio busca polos, mientras
que, el resto de las herramientas, era compartido En aquel match caliente, que definía la llave
de semifinales del torneo Estancia La Paloma, el desenlace podía llegar con ese
penal, que rompería el cuatro a cuatro, a los cuarenta y cuatro minutos de
iniciado el segundo tiempo. Serafín se acercó al árbitro cuando atajó el
primero. Dirigía los destinos del partido, Don Polonio Bustos, patrón de la
estancia, organizador del torneo y engordador de la vaquillona que cumplía las
funciones de premio mayor.
-Escucheme Don Polonio, usted sabe que
este tipo me está pateando al medio porque me tiene lástima- le dijo Serafín en el oído derecho, único oído
útil del latifundista.
El hombre de negro (porque Don
Polonio siempre vestía de traje negro impecable y camisa blanca, tanto en los
partidos de fútbol como cuando era comisario de pista en las carreras
cuadreras) atendió el reclamo y ordenó una siguiente ejecución. El zurdo
Echenique pateó con fuerza los siguientes tres disparos. Su pierna izquierda
era un cañón tierra-aire de un portaaviones soviético. El preparador físico de
la cooperativa supo explicar que el secreto (que dejaba de serlo) radicaba en
las reparaciones del cableado. Echenique, al trepar la escalera, avanzaba tres
escalones con la pierna izquierda y uno con la derecha. Los reclamos de Serafín
fueron de nuevo contra la humanidad del árbitro. El quinto disparo fue
inclemente. Germán Palacios, capitán del equipo de la cooperativa y pro aliado,
se reunió, minutos antes, con el zurdo Echenique en el punto medio de la
cancha.
-Clavaselá al ángulo- fue la orden.
Decidir si era al ángulo derecho o al
izquierdo, llevó varios minutos de discusión por medio del teléfono rojo que
volvía a activarse después de la crisis de los misiles en 1962. La mayoría de la
concurrencia, entre hinchadas y vecinos de la estancia, el párroco y
parroquianos de los bares de la zona, jugadores de los distintos equipos del
torneo y yeguarizos atados a los sulkis; miraron atentos la atribulada
discusión. Don Polonio, sabedor de la política internacional, miró al comisario
Urrutia para que se mantenga alerta. Hombre de paz, Urrutia sabría cómo actuar
si al optar por uno u otro ángulo, aquella cumbre terminaba en una crisis al
borde de la tercera guerra mundial. Ceferino Serafín escupió en la línea de cal
y se fue al buffet por un porrón fresco. Cuando eructó delante del presidente
de la cooperativa, lo miró desafiante como hacía siempre. Volvió al arco al
mismo tiempo que el zurdo Echenique se acercaba al punto del penal. Echenique
miró al arquero y en el mismo giro de vista, alcanzó los ojos de la vaquillona
que estaba en los corrales detrás del arco. La pobre seguía atenta un campeonato que pondría fin a su
rumiante vida. Polonio Bustos pitó y la pelota se elevó unos veintidós grados
en dirección recta, golpeó el travesaño a la mitad exacta. El cuero desprendió
una astilla del poste (donado por la cooperativa para realización de los arcos)
que terminó en el ojo derecho de Ceferino Serafín. Esa lesión y su orgullo,
también lesionado, le imposibilitaron ver el golazo que le habían metido. La
pelota siguió su trayectoria rompiendo la red y quedó clavada en una espina de
un barba ´e tigre, árbol espinoso, de frutos buenos para calmar el dolor de
muelas. Ceferino Serafín volvió su reclamo al árbitro para exhortar una nueva
ejecución. Dos razones lo llevaron a Don Polonio a desoírlo, primero la paz
mundial y el hecho inédito de que ambos sectores polarizados desde la segunda
gran guerra, habían optado por un disparo al centro; la segunda era mucho más
banal y pragmática. Sin pelota no se podía patear de nuevo ni tampoco definir
el campeonato Estancia La Paloma. La final nunca se jugó y la vaquillona dejo
de serlo. Cuatro meses más tarde empezó su vida reproductiva y sumó a la
hacienda de Don Polonio Bustos cuatro pariciones. La primera, fue una ternera
osca, primer premio del campeonato Estancia La Paloma en su decimotercera
edición. Pero ya Ceferino Serafín no estaba inscripto. Desde aquella tarde dejó
el fútbol porque sintió sus brazos más cortos que nunca.
-Acondroplastia, eso es lo que tiene
el Ceferino Serafín. Dicen los médicos que no siempre suele ser hereditario,
así que de los cinco chicos, hasta ahora, si Dios quiere, ninguno muestra
problemas como esos. Pero bueno hay que esperar que crezcan un poco- Así me
explicó el mal de su marido la Sandra, esposa del tipo más testarudo que he
conocido. De brazos cortos debido a la interrupción del crecimiento de sus cartílagos,
el Ceferino no se la achicaba a nada ni a nadie. No era enano, sólo los brazos
le quedaron cortos. En las yerras todos se quedaban sorprendidos porque pialaba
de abajo. Tomaba el lazo con una determinación estoica y en uno o dos giros
torpes y poco armoniosos del pial se volteaba lo que pasaba. Después del
enganche, había que ayudarlo a hacer fuerza por que las distancias entre ambas
manos eran más largas que para el resto de los mortales, los condroplásticos, o
sea los que tenemos los brazos como la mayoría de la gente. De chico siempre lo
mandaban a calentar la marca en el fuego o servir empanadas al resto de la
peonada, pero el Serafín escupía en la tierra se untaba las manos con barro y
se metía con el lazo, como el resto. En el entrevero empezó a demostrar
cojudez, así que nadie más le discutió.
Porfiado como un resorte, se ganó la
fama. Así fue como terminó en el arco. Cansado de la discriminación que sufría
en la selección de los equipos de fútbol por medio del tradicional pan y queso. Ceferino Serafín un día
inventó el futbol cinco. Fue una tarde en el recreo largo. Hasta ahora, entre todos
los alumnos varones de la escuelita rural se jugaba fútbol siete. Pero en total
eran quince, nada más que con el pretexto de la igualdad y las situaciones
equitativas, todos eran elegidos para uno u otro equipo y Ceferino Serafín
quedaba en el puesto quince, no jugaba, sobraba. Los hermanitos Valdez, hijos
de un hachero santiagueño empezaron con el consagrado pan y queso. De pronto,
Ceferino Serafín tomó la pelota entre sus manos con un esfuerzo nunca visto en
la zona. Pisó en una línea perpendicular a la que trazaban los Valdez y
dijo: Salame. Los Valdez lo miraron desconcertados.
-De ahora en más acá se arman tres
equipos, señores- escupió en el piso y todos entendieron. Su alpargata derecha
pisó los pies de ambos hermanos. Y Ceferino Serafín comenzó a elegir. Primerió
con el colorado Gigoni, un gringón hijo de un contratista que vino de Oliva,
famoso por sus goles de media distancia y su alergia a las gramíneas. Cuando
formó su equipo, los acercó debajo de sus brazos cortos, y arengó:
-Muchachos, yo se que vamos al muere
conmigo, pero bueno, entiendanmé, quería jugar alguna vez. Como sé que nadie
quiere, al arco, voy yo- Nunca más dejó ese puesto, hasta el decimosegundo
campeonato Estancia La Paloma, un par de décadas más tarde.
Está de más aclarar que Ceferino
Serafín nunca entró a la colimba por número bajo, el número del largor de sus brazos.
Nunca disparó un arma, salvo que una u otra vuelta acompañando cazadores de
chanchos del monte. Pero la noche que paso a relatarles, el día que lo vi en
toda su guapeza, fue un héroe a la altura de una medalla de honor al valor. Una
noche de calor en el pueblo, la mayoría de la gente estaba en un bingo que se
organizó para cambiarle las chapas al techo de la parroquia. En la carnicería
del Inolfo Bracamonte se organizó una noche de pase y truco. Los invitados eran
gente que jugaba fuerte, los más adinerados de la zona. Y así venía la cosa,
hasta que se me ocurrió hacerlo traer al Ceferino Serafín para que me juegue a
porcentaje. Le dije a uno de los chinitos que miraban desde la ventana del
fondo que lo haga llamar al Ceferino. En quince minutos estaba golpeando la
puerta del frente. Le cedí mi lugar y él, solito, se encargó de prepiar las
quejas de los contrincantes. Pidió ginebra con coca y desplegó su arte. Hizo
primera con poco, y con las cartas asentadas en su barriga dijo:
aquí me presentó yo
en mi tobiano pazuco
pa contarles los primores
que puede tener el truco.
En la tercera vuelta escupió el lomo
de su última carta y, poniendo el as de espada en la frente, a lo macho me
salvó la noche. Pero no era lo único que esa noche iba a salvar el Ceferino
Serafín.
Habrán sido las tres y media de la
madrugada, la gente del bingo se fue a dormir y los más jóvenes salieron para
el baile de egresados del pueblo vecino. No quedaba nadie en las calles, como
siempre. La comisaría estaba vacía porque Urrutia había dado franco a los
subordinados para él poder jugar tranquilo esa noche en lo del Inolfo
Bracamonte. Una patada en la puerta de la cocina, que daba al patio del fondo nos
dejó helados a todos. Dos encapuchados con armas largas no tardaron en
inmovilizar a todos con precintos negros. Con el Ceferino Serafín se las vieron
negras. Fue el único que se les paró; pero lo hicieron entrar en razones con un
par de culatazos en la frente.
-Y con este qué hacemos- dijo uno de
los ampones al cómplice -no se lo puede atar ni por atrás, ni por adelante-
-Metelo en el baño- dijo el otro,
mientras guardaba, en una bolsa de supermercado, los más de doscientos mil
pesos que había. En otra bolsa, de otra marca minorista, metió los celulares y
las llaves de las camionetas de los apostadores. Al arma reglamentaria del
comisario Urrutia la tiró en el patio del fondo. Eso le hizo pensar al
comisario que se trataba de ladrones de guante blanco, aunque esa noche hayan optado
por otra combinación de color. Al bolsiquearlo al Serafín sólo le sacó su carné
de conducir, miró el nombre y no tuvo más que preguntarle el por qué de esa
suma cacofónica de nombres raros. Mientras le quitaban el picaporte a la puerta
del baño, él les contestó amablemente que Ceferino era el nombre de su papá y
con una sonrisa amplió:
-Serafín era el nombre que siempre mi
mama le decía a mi tata, confundiéndolo con Ceferino.
-Como sea que te digan quedate piola
en el baño- dijo el ladrón bueno y cerró la puerta. Cuando Ceferino Serafín
escuchó el arranque de un vehículo empezó el escape. Con el mango de un cepillo
de dientes color azul y cerdas color sarro abrió la puerta y corrió hasta el patio. Empuñó
el arma reglamentaria de Urrutia. Yo, y el resto de los apostadores, estábamos
encerrados en un sótano donde el Inolfo maduraba salamines picado grueso. Lo
escuchamos al Ceferino Serafín caminar por la carnicería. Nos comentó que no
podía sacarnos porque habían cerrado la tapa del sótano con un candado.
-Sacanos, carajo- sentenció Urrutia.
-No hay tiempo, comisario- y cerró la
frase con una escupida que sentimos golpear en la madera amohecida. Más tarde
escuchamos el arranque de la Ford ochenta con motor Perkins de la patrulla rural. Urrutia,
convencido de la seguridad del pueblo que custodiaba, siempre la dejaba con la
llave puesta.
Ceferino Serafín avanzó decidido por
la ruta, tomando la precaución de no encender las luces de la camioneta para no
delatar su posición. Era un puma cazando en la soledad del monte bajo una luna
tímida de cuarto menguante. Por suerte, vale detallar, que la camioneta tenía
caja de tercera con palanca al volante. Eso le ayudó a nuestro héroe. La radio
de banda ancha modulaba códigos inentendibles de la policía de la provincia. De
todos modos, aunque Ceferino hubiese sido radioaficionado, difícilmente podría
haber denunciado el atraco porque el transmisor no estaba al alcance de su
mano. Esta era una misión que él debería enfrentar sólo. Divisó el resplandor
del auto de los delincuentes, era un Renault Doce. Evidentemente disponían de
ese vehículo para no alertar sospechas. Adentro, con la luz encendida, los
ladrones venían contando entusiasmados el botín. Estando a unos veinte metros
del auto, Ceferino Serafín aceleró la Ford y les dio de lleno en la óptica
izquierda, generando el despiste de los ladrones. El auto se clavó en la cuneta
en medio de un polvaderal. Los ladrones se retorcían de dolor sin saber qué
demonio los había chocado. Ceferino Serafín puso la Ford mirando al auto y
encendió las luces y las balizas azules. Bajó apuntando con la nueve milímetros
de Urrutia y cumplió su sueño. Cargó la bala en la recámara y gritó, luego de
escupir en la banquina:
-Salgan, mierdas, con los brazos bien en alto.
Fredy Bustos