viernes, 25 de octubre de 2013

                CREPÚSCULO EN EL ESTE
                Fue el primer día de todos los días que le siguieron, sin ser lo que antes se creía. Ni el vacio de la ciudad, ni la soledad que me hacía sentir el único humano sobreviviente (aunque eso también era relativo) me aturdieron tanto como aquella charla. Caminé desde el alba, en soledad, por mi ciudad vacía. No llevaba respuestas encima, ni el coraje para hacer las preguntas.  De aquella primera jornada, en la cual el sol salió por el oeste, lo que más me aturdió fue el dialogo entre las únicas personas que supe encontrar desde aquel entonces. Por suerte ―pienso a veces― no me he cruzado a nadie más desde hace siglos. Me repito sus palabras a diario y más me aturdo. Ellos nunca me vieron llegar hasta aquella plaza desierta, ni advirtieron mi presencia aturdida. Y hoy, como tantas veces he intentado, me animo a reproducir su discusión:
                ―¿Qué importa dónde están mis padres? Ellos deberían velar por mí y no al revés –dijo la niña con una firmeza sorprendente, en medio del pavor―. Además, dudo que mis padres hayan existido alguna vez.
―Bien, ahora resulta que estoy ante la Eva de la Nueva Era.
La respuesta del pordiosero sonó ácida. Determinante, cansado de lidiar contra la porfía. Era un hombre sucio, de unos setenta años, llevaba lentes de sol. La luz cenital del mediodía le bañaba los surcos de las arrugas alrededor de los ojos.  Su mirada volvía, ahora, sobre la impertérrita interlocutora que retomaba la hipótesis.
―Yo solo estoy diciendo que: si hasta ayer, en todos los ayeres desde el inicio de los tiempos, el sol salió por el este para después irse a dormir por el oeste, y hoy eso no pasó; entonces quizás esto no sea un día como los otros. Quizás el hoy no exista.  Si no existe el hoy, no existe el ayer. Si tuve padres, los tuve hasta ayer. Si el ayer ya no existe; mis padres, tampoco. Ya no es mi problema. –Al decirlo, simplemente se concentró en un paquete de caramelos que sacó del kiosco de aquella plaza desierta. El pordiosero se sentó en el carrusel detenido. Se rascaba la barba hedionda y miraba la niña sin decir palabras. Yo los miraba desde un banco como un fantasma. Ellos no me veían pero yo tampoco los quería interrumpir con mi aparición (hasta hoy me sorprendo pensando que he sido solo eso: Una aparición que nadie advirtió). La niña siguió.
―Créame. Mi teoría le conviene. Mírelo así: usted pudo ser hasta ayer un joven hermoso, o quizás un príncipe con cientos de palacios. –La niña era pulcrísima de una cabellera rubia, como salida de un cuento de hadas. El sol le resplandecía en un listón blanco que rodeaba su cabeza―. Ayer, yo quizás, no hubiese tenido el coraje para hablar con una persona tan fea como el usted de hoy.
―¿De qué me está hablando, señorita insolente? Es más, aún no sé ¿Por qué diablos estamos hablando usted y yo?
― Estamos hablando porque, de momento, no hay más personas en este mundo para hablar –cuando la niña dijo eso comprendí que ninguno de ellos había detectado mi presencia ni de la de ningún otro humano― simplemente estamos hablando.
―Bien, señorita, pero estamos hablando un lenguaje que aprendimos ayer. Ahora, si ese ayer no existió ¿Cómo puede existir un lenguaje que nunca aprendimos en ningún tiempo? Quizás él no exista. Como dejaron de existir sus padres.
                Ambos se quedaron mirando, en silencio, en un tiempo que moría prematuro. En un presente que nunca tuvo ayer. Sin pretérito se quedaron sin existencia. Yo los miré y seguí caminando hacia el Este, mirando el sol ponerse en una ciudad que nunca caminé. Cuando anocheció, los gallos cantaron en un tiempo que se parecía a un alba sin oscuridad previa.

Vuelvo a escribir este texto, una y otra vez. Cada mañana (por llamarle de alguna forma), con los primeros rayos del Oeste, intento escribirlo en el único lenguaje que sé, de momento, y que no comparto con nadie. Ayer lo entendía, hoy ya no sé o ya no es.

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