CREPÚSCULO
EN EL ESTE
Fue el
primer día de todos los días que le siguieron, sin ser lo que antes se creía.
Ni el vacio de la ciudad, ni la soledad que me hacía sentir el único humano
sobreviviente (aunque eso también era relativo) me aturdieron tanto como
aquella charla. Caminé desde el alba, en soledad, por mi ciudad vacía. No
llevaba respuestas encima, ni el coraje para hacer las preguntas. De aquella primera jornada, en la cual el sol
salió por el oeste, lo que más me aturdió fue el dialogo entre las únicas
personas que supe encontrar desde aquel entonces. Por suerte ―pienso
a veces―
no me he cruzado a nadie más desde hace siglos. Me repito sus palabras a diario
y más me aturdo. Ellos nunca me vieron llegar hasta aquella plaza desierta, ni
advirtieron mi presencia aturdida. Y hoy, como tantas veces he intentado, me
animo a reproducir su discusión:
―¿Qué
importa dónde están mis padres? Ellos deberían velar por mí y no al revés –dijo
la niña con una firmeza sorprendente, en medio del pavor―. Además, dudo que mis padres
hayan existido alguna vez.
―Bien, ahora resulta que estoy
ante la Eva de la Nueva Era.
La respuesta del pordiosero sonó
ácida. Determinante, cansado de lidiar contra la porfía. Era un hombre sucio,
de unos setenta años, llevaba lentes de sol. La luz cenital del mediodía le
bañaba los surcos de las arrugas alrededor de los ojos. Su mirada volvía, ahora, sobre la impertérrita
interlocutora que retomaba la hipótesis.
―Yo solo estoy diciendo que: si
hasta ayer, en todos los ayeres desde
el inicio de los tiempos, el sol salió por el este para después irse a dormir
por el oeste, y hoy eso no pasó; entonces quizás esto no sea un día como los
otros. Quizás el hoy no exista. Si no existe el hoy, no existe el ayer.
Si tuve padres, los tuve hasta ayer. Si el ayer
ya no existe; mis padres, tampoco. Ya no es mi problema. –Al decirlo,
simplemente se concentró en un paquete de caramelos que sacó del kiosco de
aquella plaza desierta. El pordiosero se sentó en el carrusel detenido. Se
rascaba la barba hedionda y miraba la niña sin decir palabras. Yo los miraba
desde un banco como un fantasma. Ellos no me veían pero yo tampoco los quería
interrumpir con mi aparición (hasta hoy me sorprendo pensando que he sido solo
eso: Una aparición que nadie advirtió). La niña siguió.
―Créame. Mi teoría le conviene.
Mírelo así: usted pudo ser hasta ayer un joven hermoso, o quizás un príncipe
con cientos de palacios. –La niña era pulcrísima de una cabellera rubia, como
salida de un cuento de hadas. El sol le resplandecía en un listón blanco que
rodeaba su cabeza―. Ayer, yo quizás, no hubiese tenido el coraje para hablar con
una persona tan fea como el usted de hoy.
―¿De qué me está hablando,
señorita insolente? Es más, aún no sé ¿Por qué diablos estamos hablando usted y
yo?
― Estamos hablando porque, de
momento, no hay más personas en este mundo para hablar –cuando la niña dijo eso
comprendí que ninguno de ellos había detectado mi presencia ni de la de ningún
otro humano― simplemente estamos hablando.
―Bien, señorita, pero estamos
hablando un lenguaje que aprendimos ayer. Ahora, si ese ayer no existió ¿Cómo
puede existir un lenguaje que nunca aprendimos en ningún tiempo? Quizás él no
exista. Como dejaron de existir sus padres.
Ambos
se quedaron mirando, en silencio, en un tiempo que moría prematuro. En un
presente que nunca tuvo ayer. Sin pretérito se quedaron sin existencia. Yo los
miré y seguí caminando hacia el Este, mirando el sol ponerse en una ciudad que
nunca caminé. Cuando anocheció, los gallos cantaron en un tiempo que se parecía
a un alba sin oscuridad previa.
Vuelvo a escribir este texto, una
y otra vez. Cada mañana (por llamarle de alguna forma), con los primeros rayos
del Oeste, intento escribirlo en el único lenguaje que sé, de momento, y que no
comparto con nadie. Ayer lo entendía, hoy ya no sé o ya no es.
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