LOS
MIERCOLES, RELIGIOSAMENTE
La cuaresma
es la época del recogimiento, de la reflexión y la penitencia. Fátima no tenía
motivos, más allá de la costumbre, para cumplir con ninguna de ellas. Aquel año
su cuaresma fue venganza. El miércoles de cenizas Horacio volvió a llegar tarde
después del trabajo. Sus manos nuevamente estaban llenas de olor a gas oil y
manchadas con aceite. Entró hecho un demonio maldiciendo al mecánico que, otra
vez, lo había estafado con el béndix del burro de arranque. Fátima, que
entendía poco de mecánica, se fue hasta la piecita del fondo y marcó una cruz
en un calendario que guardaba debajo de la pila de sabanas planchadas. Cenaron
como siempre, los dos solos mirando el final del noticiero y el comienzo de la
novela. El viernes voy a preparar un arroz con sardinas, empieza la cuaresma,
le dijo en medio de un corte comercial. Horacio disparó un chorro de soda del
sifón y se quejó porque sólo tocía un agua sin burbujas. Decile al ladrón del
sodero que te deje un cajón con gas, si no que se dedique a vender agua. Bueno,
mañana le digo; alcanzaste a escuchar lo que te dije. Sí Fátima, que otra vez
arranca esa estupidez del adviento. Cuaresma, Horacio, lo corrigió. Es lo
mismo, sentenció, harto. Creía que ya sin los chicos en casa, los dos solos,
íbamos a terminar con esas cosas. No nos cuesta nada, Horacio, ya nos comimos
el diablo, ahora nos comamos los cuernos. Él la miró desde abajo, con medio
bocado de costeleta en la boca. Le molestaba esa frase porque Fátima la heredó
de su madre. La vieja, cuando vivía, siempre lo chuseaba al Horacio con favores
infinitos, y si él osaba mostrar cansancio, ella le espetaba esa frase. El
viernes cenaron los dos un arroz frío con sardinas y tomates cortados en cubos.
La semana pasó sin sobresaltos. Y Horacio volvió a entrar el miércoles siguiente con las quejas sobre el estado del arranque de la camioneta. Fátima volvió a marcar el almanaque. El jueves a la mañana, la vieja chevrolet arrancó serena como siempre. Como los últimos 35 años. Fátima se reía por dentro para no llorar. Ya no quería seguir llorando las lágrimas que supo derramar tantos años. El viernes nuevamente la cena los encontró con una salsa de tomate encebollada que dormía tibia entre una prepizza y un poco de queso mantecoso. Horacio se atragantó con dos porciones que se comió desaforado. Siempre comía rápido. Merluza no conseguiste, le preguntó Horacio mientras miraba los hierros retorcidos de una camioneta chocada que mostraban en el noticiero, hay que ser pelotudo para chocar así, o ¿no? Fátima, respondió a lo primero. Fui a la carnicería pero no tiene pescado fresco y viste lo que sale. Él, como era su costumbre le encontró la solución. El domingo vienen los chicos a comer un asadito, cuando lo vea al Cholo en la carnicería le voy a decir que te consiga pescado sin espinas y que no pida huevadas. Bueno, dale; dijo ella preguntándose si este tipo, con el que convive desde hace treinta años, no sabe que ella lo conoce al Cholo desde que era un mocoso que jugueteaba entre la cámara y la sierra.
La cuaresma fue avanzando con pena y sin gloria como corresponde a cada buen católico. El miércoles siguiente, Horacio entró con su gesto típico y habló de la correa de distribución o algo así. Simuló una llamada a Chaves, el mecánico, de la vuelta. Chaves había viajado al campo para un velorio. Fátima lo sabía porque mateaba con la Ruca de Chaves todas las tardes. Sin embargo Horacio intimaba a su ficticio interlocutor para que enmiende sus malos arreglos. Se estaba haciendo viejo. Horacio oía menos y mentía cada vez peor. Hacía calor y le entregó la camisa a Fátima para que disponga. Ella se fue a la piecita del fondo y volvió a marcar el miércoles. Se reía para no llorar al sentir, sobre el olor de transpiración del día, una rociada fresca de colonia.
Llegó el domingo de Ramos y Fátima se fue a misa de ocho. Se confesó. Hacía mucho que no lo hacía. La última vez, si la memoria no le fallaba, fue para el casamiento de la Victoria, la más grande y la última en irse del hogar. Miró las mismas caras de siempre en la iglesia. Y vio entrar al padre Marlon en el confesionario. Le terminaron diciendo así porque era un gringo croata que vino de los Balcanes a misionar en la Argentina; las chicas de la catequesis lo bautizaron Marlon y así le quedó. Fátima pensó que era el momento ideal. Se arrodilló y hablo por sobre la ventanilla de maderas tramadas. Ni malos pensamientos, ni pecados graves, ni mentiras. Relató un par de insultos que jamás dijo a alguna que otra vecina y nada más. Algo más hija; le preguntó el croata en un español propio de los sordomudos. Sí, padrecito, puedo confesar pecados a cuenta, preguntó Fátima. El padre dijo que no entendía, tal como ella pensó. No, nada más, padre. Le encomendó un par de denarios de penitencia y la absolvió. Fátima retiró el ramito de olivos y se fue a la casa. Mientras lo colgaba del crucifijo detrás de la puerta, Horacio seguía atento la carrera del TC. Chevrolet venía ganando y eso le daba paz.
El miércoles santo todo fue igual. El viernes santo todo llegaba a su fin. Era el último día de penitencia. Esa mañana la radio, relatando las efemérides, recordó el levantamiento carapintada de 1987. Horacio y Fatima lo recordaron juntos porque ese año habían terminado de pagar la hipoteca de la casa. Se sorprendieron los dos, como hacía mucho tiempo no lo hacían mateando en la galería, hablando gratamente. Él la beso en la mejilla y partió al negocio. Ella se fue caminando hasta la carnicería del Cholo. Al igual que su padre, el Cholo era un Casanova detrás de un delantal. Siempre tenía chistes de doble sentido para vender la carne. A más de una, al igual que su padre, lograba alborotarle la vida. Era bien parecido y tenía una sonrisa pícara y constante. Sus hombros trazaban una línea paralela a la ganchera. Tenía, al igual que su padre, la costumbre de rozar las manos de las clientas cuando entregaba la bolsita con la mercadería. Manos de carnicero. Suaves y eternamente jóvenes. Son como los vampiros que se alimentan de la sangre ajena, ellas se nutren de la sangre y la grasa. Como cada viernes de cuaresma y sobre todo por ser viernes santo, había poca carne en la batea y menos en los ganchos. Era un día muerto para la venta, como si la muerte no fuera parte del negocio. Había unas cinco clientas delante de Fátima en la fila. Todas, ese día, venían por la merluza del Cholo. Una a una, todas le pedían lo mismo. Cholito dame filet pero sin espinas. Sin espinas, Cholo, mirá que si no mañana te la traigo. Las que presumían de saber de pesca le pedían filetes del lado del lomo. Fátima las fue dejando pasar, incluso a dos que vinieron después de ella, les cedió el lugar. Cholo qué te quedó, le preguntó. Y me debe quedar medio kilo de merluza y lo que sí hay es lomito de atún, ese casi no tiene espinas. No lo sé preparar, Cholo. Es lo mismo, madre. Mirá que a esta altura de la vida voy a andar con cosas raras. Dame los cuatro filetes eso que te quedan de merluza, si tienen muchas espinas los hago como albóndigas. Cuando sintió las manos del Cholo rozar las suyas en el intercambio de plata por pescado sintió asco. El mismo asco que sentía los miércoles cuando tachaba en el almanaque. Compró media docena de huevos y un kilo de papas en la verdulería. Mientras puso las papas a hervir para el puré, rebozó los filetes. Sintió las espinas al palmearlos en la harina humedecida con el huevo. Rayó nuez moscada sobre las papas pisadas con leche y vinagre y tiró los filetes sobre el aceite. Horacio llegó a hora como cada viernes y sintió el olor de la fritanga desde la puerta del comedor. Mientras Horacio sacaba el vino y el sifón de soda de la heladera, Fátima fue hasta la piecita del fondo y siguió su plan. Juntó dos cables que había pelado con precaución y generó un cortocircuito. Qué mierda pasa, preguntó Horacio, que quedaba a oscuras en la mesa, sin poder seguir viendo el cronograma de partidos en el noticiero. Nada viejo, se cortó la luz, viste cómo está todo con estos calores. Dejame que voy a ver si es un corte general, dijo el solucionador de problemas. Cuando vio que el corte era solamente en la casa, ella lo convenció de que se sentaran a comer a la luz de unas velas que le sacó a la virgen del Valle. Fátima con dos golpes del pisa papa sirvió el puré en el plato. Repitió la operación en el suyo. Después destapó la fuente del pescado. Vos sabés que el novio de la chica del frente es mecánico. Estuvo viendo la camioneta el fin de semana pasado cuando vos te fuiste a jugar a las bochas. Qué la quiere comprar, preguntó él mientras repasaba con el tenedor, como un escáner, para ver si sentía las espinas; le dijiste que no está en venta, supongo. Sí le dije. El me dijo que es una pena porque tiene todo en perfecto estado. Horacio levantó la mirada mientras se mandó al buche medio filete de merluza a la romana. El muchacho, muy amable, me dijo que es curioso que a vos justo se te rompa los miércoles y los jueves se arregle de milagro. Qué se yo, cosas de chico, me hizo reír con ese comentario. Viste que yo soy de fe, pero que todos los jueves la chata se te resucite es gracioso, o decime que no. Horacio a esa altura tenía casi un filete completo en la boca. Con toda esa mezcla de pescado, harina, puré y espinas no se tragaba el mal trago. Empezó a sentir las primeras espinas lastimarle la garganta. Como arañándolo. Y de dónde sacas vos, que a mí la camioneta se me rompe solamente los miércoles, alcanzó a decir tosiendo con dolor. De acá Horacio, mirá. Por la mesa le pasó todo el almanaque completo del año pasado y los meses de enero, febrero y lo que iba de marzo. Horacio hacía un esfuerzo por ver las cruces en cada miércoles del almanaque y se zampaba más pescado a la boca para evitar responder. Lentamente se fue ahogando. Las burbujas de la soda lo raspaban y le ardía. Intentó decir o maldecir algo inentendible y fue cambiando de color. Se quedó golpeando a la mesa y cayó arrastrando el mantel y todo al piso. Fátima se persignó y fue hasta el pórtico para levantar las llaves de luz. Pegó un par de gritos y llamó a los vecinos. Cuando la ambulancia llegó lloraba en los hombros de las comadres que le daban el pésame.
El domingo, después del velorio, se dio misa de cuerpo presente. El curita croata ofició la ceremonia. Entre los llantos de todas, y sobre todo de una que lloraba sentida en el último banco de la iglesia, Fátima logró entenderle una sola frase al cura que hablaba como sordomudo nuevo. Hermanos, la Pascua es la liberación después de la muerte.