jueves, 25 de julio de 2013

EL TRAGO AMARGO DE LOS CELOS


PIÑA COLADA

          La arcada se me subió como la espuma de la Pielsen. La cerveza se me cayó sobre el mouse y la sangre me hervía. “No sé cuál es el punto de ebullición de mi sangre”. De pronto, mis venas se transformaron en morcillas hervidas al calor de Brasil. “Bahiano hijo de puta. ¿Hijo de puta él? No, hija de tres mil putas, ella”. Mi cabeza entró en un mareo de dolor, indignación y rabia. “¡Qué pelotudo!”. Siento la hiel. Existe la hiel, la tengo en la garganta.
«¿Desea reproducir ?»
“Cómo me podés preguntar eso maquina del orto. Recién voy por la cuota ocho de doce y bien que las pague al día. Cómo me podés preguntar eso. Yo soy tu amo. Yo escucho todos los días los temas de No te va gustar. Yo te enseño lo mejor del Uruguay y vos me pagás así”.
Vuelvo a darle al botón que dice «aceptar». «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar» por la enésima potencia. Lo veo de nuevo, y mi bronca se potencia. Prendo otro pucho con la brasa del que se termina. Asco. “¿Podés reproducir el asco, maquina trola?. Yo sí. Yo el pelotudo, sí, claro que puedo. Las veces que se me canten los huevos. Porque huevos me sobran como montevideano cabrón que soy”. Menos mal que nunca fui a Brasil.
Siempre el ananá me cayó mal. Lo odio por mentiroso. Por farsante. Odiaba que a los quince años sólo me dieran ananá fizz en las fiestas. Yo me curdeaba, bien curdeado con los botijas en el tablado y estos pelotudos en casa me daban ananá fizz. Pero lo peor de todo es que el ananá miente. Vos lo ves con esa pinta de cactus, de helecho que se le secó el tronco, de aloe vera impropio sin más propiedad ni facultad que la de darle acidez a la ensalada de fruta. Clericó. ¡Oh por Dios! otra palabra que me suena a portugués. A carioca. Vuelvo a darle al «aceptar» y le pido a Octavio, antes que se vaya, que me deje el atado de cigarros y que se compre otro en el almacén. Se acerca para chusmear (le encanta el quilombo, el puterio). Yo minimizo. Lo único que puedo minimizar es la ventana del video. La bronca la tengo maximizada. Se me reformateo el corazón. Se le metió un virus y ya no sirve. Fue culpa mía. Me culpo.
―¿Qué mirás? ―me pregunta.
―¿Qué te importa? ¡La concha de tu madre! ― Me tira los puchos en la mesa y se va sin decirme nada. Se lleva mi guitarra y no me dice nada.
“Cucha, Laura, cucha. La saqué hoy en la guitarra. Me encantaría/volver a verte reír/como me gusta verte reír”. Y Laura cantaba conmigo, le encantaba la banda, le encantaba acompañarme a los recitales, sobre todo cuando estaba invitada alguna murga. Si era Agarrate Catalina, mejor aún. Le gustaba la voz aguda del moreno que canta con una cadencia andaluza. Le gustaban los negros. Cómo no la voy a escuchar. Y eso, que esa canción pelotuda, que me pase una semana practicando, arranca con un “no sé si escuchas”. Yo no escuchaba ¡Qué ciego estaba! Mirá que la voy a ver reír a esta trola si estaba ciego. Enamorado, pensaba. Ciego, pienso. Odio la mentira, y me odio más a mí por creerla cierta. Odio el ananá. Por mentiroso, por fuera lo vez seco, espinoso, impenetrable. Por dentro es un almíbar color ámbar. Dulce.
Mi tía Ofelia se lo pone a todo. A la ensalada de frutas, al pollo, a la pizza, al matambre a la pizza. Ella siempre dice que con el matambre se puede hacer cualquier pizza. Que vieja chota. Estafadora. A las milanesas de pollo le pone ananá. También le pone banana. Suprema Meryland te dice en un inglés oriental. Ni sabe dónde queda Meryland pero ella se siente Tom Sawyer. Le faltan las bermudas y un barco a paletas de fondo cruzando el Misisipi. Agua barrosa como el Río de Plata pero con más fama. Ella le pone a la milanesa banana ¿Cómo podes comer banana con papas fritas? ¡Qué pelotudes! Los brasileros le ponen banana a la pizza. Cómo los odio, menos mal que nunca fui a Brasil.       
Mi tía Ofelia es de Canelones. Uno piensa: “¡Eh la pucha! Si es de Canelones debe ser una diosa cocinando pastas. Canelones, lasañas, pastas rellenas y panzottis”. No, a ella le pinta el agridulce. Nunca te va a hacer una putanesca, una bolognesa, una salsa cuatro quesos. No, a ella le pinta el trópico. Le pinta el ananá o la piña. Para mí son lo mismo. Una cagada. Una puntada al corazón, un virus en el alma. Laura me escribe por el facebook, me hago el soberano, es mi maquina, “si quiero te voy a responder”. Tengo ganas de preguntarle qué le parece el ananá. Si sabe que ananá y piña es lo mismo. Me quedo en el molde. Me está pidiendo que le guarde el pen drive que ahora está conectado en la máquina. No le respondo. Me hago el otario. Me hago el macho. Que piense lo que quiera. Que piense que estoy con la viola sacándole una canción para hacerle serenata. Que piense lo quiera. Que haga lo mismo que yo hice todo este tiempo. Confiar en ella. «¿Desea reproducir nuevamente?» «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar». “¡Ésta voy a aceptar! No acepto lo que veo, acepto lo que vos me preguntas Pentium. Acepto que soy un pelotudo pero no me trago lo que veo”.
El ananá tiene bromelina un fermento digestivo. Podés creer. Recien lo ví en Wikipedia. Y yo no me trago esta bronca. Busco una botella de whisky barato que tengo en la cocina. Se la toma el Octavio cuando se pone en letrista y se hace la reencarnación de Canario Luna. Ese sí que era un macho, ese sí que no perdía el tiempo como yo con una mina que no vale dos monedas. El tipo era de la calle, del barrio, tenía códigos. Yo no. Soy un pajerito que estudia Letras y no sabe cómo expresar tanto dolor. De qué me sirven las letras. Me hago el guapo y le entro a la botella de Criadores del pico. Los toros de la etiqueta me miran. Se me ríen en la cara. Ellos son grandes reproductores. Valen lo que pesan sus huevos. Valen su circunferencia escrotal. Yo soy un pelotudo que, por suerte, no me reproduzco. Solo reproduzco el asco. «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar».
Laura quería que este verano fuésemos a Brasil. Yo le dije que no voy a países que no hablen español. Ella me trato de cerrado. “Obtuso” me llamó. “Sí, puedo ser un ángulo obtuso si te gusta decirme. Pero vos ¿sabés qué? tus piernas son un ángulo llano. Ciento ochenta grados de placer para cualquiera”. Ciento ochenta grados quizás sea ese el punto de ebullición de mi sangre. El whisky me ayuda.
―Dale Flavio, vamos a Brasil, aunque sea al sur. Aunque sea Floripa― ella le decía Floripa y no Florianopolis, se hacía la catarinense furiosa.
―No Laura, vamos a la Paloma o si querés vamos a Argentina, a conocer la Patagonia.
― ¡Ay! qué amargo que sos. Yo quiero mar y playa. No sabés lo lindas que son las playas de Bahía. ―Había ido con las chicas en segundo año de la facultad. Yo la había conocido unos meses antes compartiendo una materia. Pero ella tenía preparado ese destino y ya había  pagado el viaje. De nada le sirvieron mis reclamos y pedidos lastimosos y babosos para que suspendiera su periplo. Se fue lo mismo. Se fue con esa sarta de boludas que tenía como amigas (había un par que estaban bastante buenas). Una de ellas lo rebotó al Octavio, decía que le parecía un tipo que solo pensaba en el sexo. “Claro, porque ellas querían a alguien inteligente, de buen sentido del humor. Al sexo se lo buscaban en otra parte”. «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar».     
Me entrá otro mensaje en el chat. Ella escribe: «Queeeeeeee haaaaaceeeess hooooooolaaaaaa estaaaaas ahiiiiiiiiiiiiiii». Yo escribo: «Noooooooooooo andaaaaaaaa aaaaa caaaaaagaaaarrrrr». Me parecen demasiadas aes. Borro. No mando nada. Ella debe ver que escribí algo que nunca le llegó. Los toros del whisky se me van de la etiqueta, quieren salir corriendo, prefieren morir en San Fermín y no ver a un macho auto-castrarse por cagón. Por no llevarlos bien puestos. “Perdón, muchachos”. Le doy otro beso a la botella panzona. Laura me pregunta: «dale decime qué me escribiste, te vi jajajajaja». Yo tengo ganas de decirle: «yo también te vi hija de puta». Sólo me animo a preguntarle si sabía que en Brasil hay un pueblito que se llama Ananás. «Noooooooooooooo» (no sé por qué tiene los dedos tan pesados y multiplica las vocales con tanta indiscreción) «vamos! dale. Yo quiero mar». Le respondo que no tiene mar. Le explico que está a la altura de Río pero para el lado de adentro, como para el amazonas. Le quiero contar que lo acabo de ver en Wikipedia. Contarle que está en el estado de Tocantins. Que sus colores son el verde y el amarillo. Claro, ella me va a decir “verdeamarela como los colores de Brasil”. Pero para mí son verde y amarillo como los colores del Club Sportivo Cerrito, los colores de mi viejo que nació en Cerrito de la Victoria. Pobre viejo, yo lo traicione y en el liceo me hice de Peñarol. Mi viejo me diría, tirando el humo por la boca y la nariz, “cagate por cuernudo”. Sería una piña en mi corazón, o un ananá.      
«¿Desea reproducir nuevamente?» Sí, al infinito. Total, me queda Criadores como anestésico. Vuelvo a ver el video y enchufo la notebook porque se me agota la batería. Me duró más que la energía del corazón. Veo el ícono y veo un corazón al que le quedan tres minutos de batería. No lo puedo conectar en ninguna parte. Ya no sirve. Es tecnología obsoleta. Alguna vez leí un proverbio que decía no abras una ventana si no querés ver qué hay del otro lado. No sé si lo leí o lo invente. Canario Luna de esa frase se hacía cinco versos para el tablón. El nunca tuvo un pen drive de la novia, o la minita que se curtía, conectado en la computadora, el no tenía facebook, ni ninguna de estas pelotudeses que te amargan la vida.
«Cómo me gustaría verte reír». Hoy te vi reír como loca. “Ananá” es una palabra de origen guaraní. Nació acá, en el Paraná. Paraguay, Argentina, Uruguay. No en Brasil. Si algo les envidio a los argentinos, es que el clásico de su fútbol es con Brasil. Ya quisiera yo, uruguayo, gritarle en la cara un gol charrúa a esos “brazucas”. En Brasil le dicen “abacaxi”. Supongo que se dice “abacayí”. Al menos así lo gritaban las amigas de Laura en el videíto que encontré en su pen drive. Hoy, cuando se fue a lo de las amigas, se lo dejó conectado a la notebook. Yo entre para robarle algo de música y pase de victimario a víctima. Baje algo de la Vela Puerca, los Redondos, Bersuit y Drexler. No sé por qué tuve que clikear en al archivo “Abacaxi”. Están en un barco. La escena arranca en un paneo sobre agua verde turquesa. El paraíso se me transformó en infierno. Fui Dante bajando al averno en un ascensor descompuesto. Cinco chicas corean «Laura Abacaxi, Laura Abacaxi, Laura Abaxi». «¿Desea reproducir nuevamente?» «Aceptar». Laura se pone de espaldas a la cámara y baja quebrando sus rodillas como cuando bailábamos “Laura se te ve la tanga” de Damas Gratis. De frente tiene a un moreno de un metro ochenta, fibroso, viril y en sunga. Él le vacía el vaso blanqueado de bebida en su cara. Las chicas gritan enardecidas. El negro se transforma en un lactante mamando piña colada.
«¿Desea reproducir nuevamente?»
«Rechazar»       
                                                                              Fredy Bustos

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