jueves, 29 de agosto de 2013


LUZ DE SALIDA

―Doctor, no lo quiero ver más. Ya no soporto su presencia. Su perfume sin ser. Su calor sin estar. Mi vida no soporta esas cosas. No las quiero más.
“Yo tampoco, las quiero en mi vida. Sin embargo, acá estoy, sentado detrás de ti, viendo tu cuerpo levitar con la vibración de tu voz atiplada. Acá estoy mirando el horizonte de tus piernas infinitas sobre el maldito diván que te trajo a mi vida.” Los pensamientos de Javier eran incongruentes con sus anotaciones inteligibles en la libreta. Mabel seguía suspendida entre las partículas que se veían al contraluz de la ventana del consultorio. Era el octavo piso de un viejo edificio. Para Javier eran las puertas del mismo purgatorio.
―Desde que lo conocí mi vida se ha llenado de perturbaciones. Eso que ustedes dicen, con tanta liviandad, “la zona de confort” se enturbió, perdió sus límites. Su llegada a mi vida ha sido una piedra en medio del estanque. No me importan los consejos, sé muy bien que usted no me los dará. Para eso no le pago. Usted entrena mi resiliencia. Solo ella puede ayudarme. Como si ya no tuviera que aprender cosas de más en esta vida de mierda. Como si el resto hiciera todo lo que yo hago cada día para salir adelante en medio de la oscuridad. El resto del mundo cree y se preocupa en vivir una vida antes de que llegue la maldita luz al final del túnel ¿Yo podré verla, Doctor?
“A veces, me pregunto si realmente te interesa esa luz. Esas limitaciones que tenemos los que tenemos "todo". Mis facultades llegan y se consumen en el preciso instante en el que tú realizas el mínimo paso para el evento más cotidiano. Tu maestría, con la que resuelves el menor de los escollos de la vida rutinaria del resto de los mortales, me hace pequeño, a mí y al resto”. Las manos de Javier se secaban sobre la tela del pantalón. Los dedos de Mabel se reconocían entre sí. Los  pulgares de sus manos, apoyadas sobre el vientre, despabilaban al resto de los dedos cansados de un largo día de trabajo. Las manos transpiradas, los dedos cansados, la libreta y ellos dos se quedaron en silencio un buen rato. Ella podía escuchar, detrás del reloj sobre la biblioteca, la respiración agitada de él a sus espaldas. Él solo miraba el rostro de ella espiando entre sus pestañas. Desde la primera sesión,  la vio entrar y se apoyó en las pestañas de ella. Se apoyó como los navegantes que se asientan en el mástil mayor para dejarse llevar por la marea.
―No voy a volver más, Doctor―dijo Mabel, mientras se incorporaba―. Voy intentar en otra parte. Perdóneme ―se iba poniendo de pie y alcanzó la cartera sobre la mesa ratona― quizás, como dicen ustedes: «no era el momento».
―La solución está alcance de tu mano, Mabel.
―Como lo ha sido siempre, Doctor. ―Dijo Mabel mientras extendía, con su clásico y resignado automatismo, el bastón blanco. Extendió la mano buscando el rostro de Javier por primera vez en muchos meses de terapia y y retrocedió―. Será mejor que me vaya sin nunca haberlo conocido, así no sumo recuerdos.

Javier hizo un paso al costado.  Ella pudo verlo claramente al escuchar los pies de él barrer la alfombra. Avanzó con su bastón titubeante por el consultorio buscando la salida.   

Fredy Bustos

No hay comentarios:

Publicar un comentario