DOTADO
No sabía bien a dónde podía llegar con ese don, pero el
camino lo iba entusiasmando. Cada día subía al colectivo. Pasaba la tarjeta,
perfilaba sus pasos de costado y cerraba los ojos. Al abrirlos, su mirada
estaba clavada en la persona exacta que abandonaría el asiento después de la
próxima parada. Ese era su don en esta
vida, saber, sin margen de error, qué persona dejaba libre el asiento.
Cuando niño, comprendió de sus capacidades sobrenaturales y
nunca develó su talento secreto. Primero temía a la burla. Después, al
inevitable acoso de la parapsicología internacional. Más tarde, ya era tarde, y
simplemente le pareció una boludés. En algún momento sospecho que el chofer del
52 que lo llevaba al colegio se había percatado de sus saberes ancestrales.
Justo cuando temió quedar en evidencia, el chofer se jubiló. Después fueron
cambiando las líneas, los choferes y los pasajeros. Para el tiempo que
sucedieron los siguientes hechos, el hombre superpoderoso era tornero en una
metalmecánica del sur de la ciudad. Sentado, siempre sentado, viajaba en el
mismo horario de ella. Nunca conoció su nombre, supuso que era maestra
jardinera (salvo que haya repetido salita de tres unos veinticinco años.). Además, configuró la posibilidad de que sea
soltera por la ausencia de anillo (más tarde pensó en el peligro que puede ser
la bijouterie para infantes de tres
años). Día a día, fue diseñando la posibilidad de una charla. Hizo
minuciosamente lo que hacemos todos los hombres sentados en un asiento de
colectivo urbano: fantaseamos. A veces él iniciaba una conversación animada
sobre los baches. A veces la sorprendía tarareando los primeros acodes del “sapo
pepe” o “mamá pata” (en esta última se sentía con mayor autonomía de vuelo). Y
a veces, ella le preguntaba sobre calibres y medidas, o temas afines a la
tornería moderna y la industria automotriz. Entrenado ya para cualquier
conversación con “la Seño” se sentó, como siempre, a esperar. Debía esperar que
Dios (que tanto le había dado al dotarlo con sus poderes) le diera la justa
casualidad que el próximo en levantarse del asiento sea el pasajero o pasajera
sentado al lado de “la Seño”. Una que otra vez pensó en bajarse en la parada de
ella y acompañarla y generar una conversación casual, pero no. Sabía que sus
facultades estaban a bordo del colectivo. En la calle sería un hombre
indefenso. Un simple mortal.
El día llegó. No importaba cuántos meses pasaron o cuántos
niñitos de salita de tres ya llegaban a la secundaria. Ahí empezó el resto de
su vida. Debe haber sido verano porque a las siete ya había mucha claridad. Él subió,
marcó el boleto, se perfiló los pies, y avanzó. Un paso. Cerró los ojos. Dos pasos.
Se olvidó del mecanismo de su don divino. Un tercer pasito corto. Abrió los ojos sobre un manto de pelo rojo que
caían sobre el rostro más bello del mundo. Se entusiasmó, avanzó. El corazón
acompañaba a las revoluciones del gran motor diesel. Cuando llegó hasta la
dupla de asientos donde ella lo esperó toda su vida (según él, claro). La miró,
y en la mirada le dijo “aquí estoy mi amor, he llegado”, ella lo miró sin decir
mucho. Él le sonrió y ella también y habló, por fin pudieron escuchar sus voces
que tanto tenían para decir.
ELLA: -Permiso, (y se paró hasta dejar su cara a una
distancia de un beso de la de él) ¿me dejás pasar, me bajo en la próxima?
EL: -Sí, claro. Disculpá, adelante por favor.
Nunca más la vio. Supuso que ese día renunció o se fue, o
simplemente no era para él. Ahora quiere ser un humano más sin superpoderes. Y
anda por ahí, sin adivinar quién es el próximo en bajar.
F.B.