CÁSCARAS INERTES
-De
acá me sacan muerto. Yo no me pienso mover.
-Bueno,
a decir verdad, está bastante cerca, Señor Ramírez.
-¿Acaso osa en amenazarme, comisario? ¿En la puerta de mi casa? ¡Por Dios! ¿Dónde
se ha visto semejante atropello?
Cuando vociferaba desde el interior, el vidrio de
la puerta del panteón se empañaba. El comisario ya se había quedado solo -mi
alma- para enfrentar el desalojo. Un oficial de justicia, y el resto de la
comitiva se fueron retirando a los autos cuando las sombras de la noche cubrían
el cementerio del pueblo. Yo miraba la negociación desde la puerta del mausoleo
de los Venturini. Llevaba, para aquel entonces, veinte años como cuidador del cementerio. Heredé
el puesto de mi santo padre y, si bien he visto cosas raras, nada se compara
con lo de aquella noche fría. Me quede duro, en silencio, camuflado por el lúgubre
paisaje.
-Dele,
Ramírez. Terminemos con esta locura. Acá dice, bien clarito, que el Juez ordena
el desalojo de este lugar sagrado. Usted no puede vivir acá.
-A
mí, ni usted ni ningún juez me van a tratar de loco. Acá dice bien clarito
“Pedro Ramírez descansa en paz”. Y eso estoy haciendo desde que me jubilé. Descanso
en paz, carajo. Así que digalé al Juez que, si quiere, venga y lo charlamos,
como hombres de bien, compartiendo unos mates que acá la casa es chica pero el
corazón, grande.
Los
mates de Don Pedro Ramírez (el vivo) eran dulces. Solía ponerles cáscaras de
naranja secadas al sol. Tipo diez de la mañana, cuando el rocío no molestaba,
las enhebraba cuidadosamente en la cruz de la tumba de Edelmira Vasconcelos,
viuda de Zárate, y ahí las dejaba tomando formas retorcidas e inertes. No me
caía mal el tipo. Supo contarme que era empleado bancario de un pueblo al sur
de la provincia. Que un día su sueño lo trajo por estos pagos. Se había dormido
en el colectivo que lo llevaba con otros destinos y decidió bajarse, sin saber,
acá. Cuando lo vi entrar esa tarde me llamó poderosamente la atención. De pinta
no tenía nada extraño para sus setenta y tres años, pero no mucha gente entra
con un bolso al cementerio. Habrá caminado unos treinta minutos, durante los
cuales se detuvo a leer atentamente los epitafios. Yo lo seguía, de lejos,
simulando que barría las calles del cementerio. Me paré a rasquetear bosta de palomas cuando
lo vi detenerse en el panteón de la familia Ramírez. Desde su llegada no dijo
nada, ni habló con nadie, pero juro que lo vi con la expresión de los que se
quedan sin palabras. Sonrió con alivio, abrió, entró y ahí se quedó.
Dentro
de su locura era un hombre leído, de charla amable, y salvo el exceso de azúcar
en los mates, no he tenido mayores quejas. Lavaba su poca ropa los jueves y la
colgaba en una soga que ató en el pasillo del fondo. Esos nichos están para el
olvido, son de muertos del 1900. Inmigrantes, tatarabuelos de gente que ya
murió también. Estaría mintiendo si negara que, Don Pedro, le devolvió la vida
a ese rincón del cementerio. Comía siempre en el panteón. Se hacía algunas
cositas sencillas en un anafe portátil que compró en la ferretería que supo ser
del turco Rustam. Las vueltas de la vida, nadie visitaba la tumba de Elías
Rustam pero Pedro se pasaba horas charlándole de plazos fijos y cuentas
corrientes. Había noches que encargaba comida pero los chicos de los repartos,
que ya contaban la leyenda, normalmente no se animaban a venir de noche al
cementerio. Los entiendo.
Con los Ramírez, dueños del panteón, no hubo muchos
problemas. Eran de poco venir al cementerio. La mayoría se fue a la ciudad,
incluso la viuda de Pedro (el muerto, a quien no conocí en vida). El otro Pedro
(el vivo) sólo se los encontró un par de veces. Aparentemente, decidieron
continuar el dialogo ventilando el caso en tribunales. «Éstos son unos vivos bárbaros» me alcanzó a decir Pedro después de la última vez
que los hijos intentaron convencerlo de que deje la sagrada tumba de su padre.
Creo que fue esa tardecita cuando Pedro me contó que era un hombre solo. Su
familia era el Banco y sin trabajo también perdió el hogar. Desde aquella tarde
yo le traía algunos enseres: jabón blanco, polenta, algún churrasco, yerba y
azúcar, mucha azúcar. A veces me ayudaba a barrer. Él siempre limpió su calle.
Me decía “vecino”. Comentábamos los partidos del fin de semana o me contaba
chismes de las visitas del domingo. Uno se siente solo en los cementerios y la
gente viene de pasada hasta que un día se queda, vio. Pero ya, desde ese
momento, no saluda.
Apagué
el cigarrillo en un florero. La aspiración de las secas me impedía escuchar el
diálogo entre el Comisario y Don Pedro.
-A
ver, Ramírez, digamé lo que dice acá arriba. Venga, hombre. Salga y lea lo que
dice acá, encima de la puerta.
-“Familia Ramírez”- dijo Don Pedro sin mirar porque
no le hacía falta leer para saber que la razón lo sometía.
-Bueno,
Don Pedro ¿entonces? Usted, mi hermano, no tiene familia, así que ésta no puede
ser su casa.
Puta, hasta el día de hoy recuerdo
esa frase con la misma indignación que me generó. Volví a prender otro rubio
para tragarme con el humo la bronca. Don Pedro agachó la cabeza y armó el
bolso.
Cada mañana llego al trabajo
pensando que ese día voy a verlo entrar con
su cortejo. Lo voy a reconocer porque vendrá sin deudos. Ese día pondré la pava
para cebarle unos dulces. Las cáscaras de naranja ya las tengo, inertes, esperándole.
Fredy
Bustos