jueves, 30 de mayo de 2013

NECROLÓGICAS

CÁSCARAS INERTES
          -De acá me sacan muerto. Yo no me pienso mover.
          -Bueno, a decir verdad, está bastante cerca, Señor Ramírez.
        -¿Acaso osa en amenazarme, comisario? ¿En la puerta de mi casa? ¡Por Dios! ¿Dónde se ha visto semejante atropello?
Cuando vociferaba desde el interior, el vidrio de la puerta del panteón se empañaba. El comisario ya se había quedado solo -mi alma- para enfrentar el desalojo. Un oficial de justicia, y el resto de la comitiva se fueron retirando a los autos cuando las sombras de la noche cubrían el cementerio del pueblo. Yo miraba la negociación desde la puerta del mausoleo de los Venturini. Llevaba, para aquel entonces,  veinte años como cuidador del cementerio. Heredé el puesto de mi santo padre y, si bien he visto cosas raras, nada se compara con lo de aquella noche fría. Me quede duro, en silencio, camuflado por el lúgubre paisaje.
                -Dele, Ramírez. Terminemos con esta locura. Acá dice, bien clarito, que el Juez ordena el desalojo de este lugar sagrado. Usted no puede vivir acá.
                -A mí, ni usted ni ningún juez me van a tratar de loco. Acá dice bien clarito “Pedro Ramírez descansa en paz”. Y eso estoy haciendo desde que me jubilé. Descanso en paz, carajo. Así que digalé al Juez que, si quiere, venga y lo charlamos, como hombres de bien, compartiendo unos mates que acá la casa es chica pero el corazón, grande.
                Los mates de Don Pedro Ramírez (el vivo) eran dulces. Solía ponerles cáscaras de naranja secadas al sol. Tipo diez de la mañana, cuando el rocío no molestaba, las enhebraba cuidadosamente en la cruz de la tumba de Edelmira Vasconcelos, viuda de Zárate, y ahí las dejaba tomando formas retorcidas e inertes. No me caía mal el tipo. Supo contarme que era empleado bancario de un pueblo al sur de la provincia. Que un día su sueño lo trajo por estos pagos. Se había dormido en el colectivo que lo llevaba con otros destinos y decidió bajarse, sin saber, acá. Cuando lo vi entrar esa tarde me llamó poderosamente la atención. De pinta no tenía nada extraño para sus setenta y tres años, pero no mucha gente entra con un bolso al cementerio. Habrá caminado unos treinta minutos, durante los cuales se detuvo a leer atentamente los epitafios. Yo lo seguía, de lejos, simulando que barría las calles del cementerio.  Me paré a rasquetear bosta de palomas cuando lo vi detenerse en el panteón de la familia Ramírez. Desde su llegada no dijo nada, ni habló con nadie, pero juro que lo vi con la expresión de los que se quedan sin palabras. Sonrió con alivio, abrió, entró y ahí se quedó.
                Dentro de su locura era un hombre leído, de charla amable, y salvo el exceso de azúcar en los mates, no he tenido mayores quejas. Lavaba su poca ropa los jueves y la colgaba en una soga que ató en el pasillo del fondo. Esos nichos están para el olvido, son de muertos del 1900. Inmigrantes, tatarabuelos de gente que ya murió también. Estaría mintiendo si negara que, Don Pedro, le devolvió la vida a ese rincón del cementerio. Comía siempre en el panteón. Se hacía algunas cositas sencillas en un anafe portátil que compró en la ferretería que supo ser del turco Rustam. Las vueltas de la vida, nadie visitaba la tumba de Elías Rustam pero Pedro se pasaba horas charlándole de plazos fijos y cuentas corrientes. Había noches que encargaba comida pero los chicos de los repartos, que ya contaban la leyenda, normalmente no se animaban a venir de noche al cementerio. Los entiendo.
Con los Ramírez, dueños del panteón, no hubo muchos problemas. Eran de poco venir al cementerio. La mayoría se fue a la ciudad, incluso la viuda de Pedro (el muerto, a quien no conocí en vida). El otro Pedro (el vivo) sólo se los encontró un par de veces. Aparentemente, decidieron continuar el dialogo ventilando el caso en tribunales. «Éstos son unos vivos bárbaros» me alcanzó a decir Pedro después de la última vez que los hijos intentaron convencerlo de que deje la sagrada tumba de su padre. Creo que fue esa tardecita cuando Pedro me contó que era un hombre solo. Su familia era el Banco y sin trabajo también perdió el hogar. Desde aquella tarde yo le traía algunos enseres: jabón blanco, polenta, algún churrasco, yerba y azúcar, mucha azúcar. A veces me ayudaba a barrer. Él siempre limpió su calle. Me decía “vecino”. Comentábamos los partidos del fin de semana o me contaba chismes de las visitas del domingo. Uno se siente solo en los cementerios y la gente viene de pasada hasta que un día se queda, vio. Pero ya, desde ese momento, no saluda.
                Apagué el cigarrillo en un florero. La aspiración de las secas me impedía escuchar el diálogo entre el Comisario y Don Pedro.
                -A ver, Ramírez, digamé lo que dice acá arriba. Venga, hombre. Salga y lea lo que dice acá, encima de la puerta.
-“Familia Ramírez”- dijo Don Pedro sin mirar porque no le hacía falta leer para saber que la razón lo sometía.
                -Bueno, Don Pedro ¿entonces? Usted, mi hermano, no tiene familia, así que ésta no puede ser su casa.
Puta, hasta el día de hoy recuerdo esa frase con la misma indignación que me generó. Volví a prender otro rubio para tragarme con el humo la bronca. Don Pedro agachó la cabeza y armó el bolso.
Cada mañana llego al trabajo pensando que ese día voy a verlo  entrar con su cortejo. Lo voy a reconocer porque vendrá sin deudos. Ese día pondré la pava para cebarle unos dulces. Las cáscaras de naranja ya las tengo, inertes, esperándole.
Fredy Bustos


jueves, 23 de mayo de 2013


Solo porque un día podrás cruzar la calle y sentir la bulla de una ciudad
Porque un día pisarás un charco y te reirás al ver la onda expansiva
Por mirar la luz a través de una cuchara con gelatina
Por reírte, al rato, del chiste más malo
Solo porque un día escuchés las hojas del otoño explotar en un paso tuyo
Porque un día definas las formas de las nubes y el sabor del beso
Por saber cómo es cerrar los ojos en una pepa de limón
Por mirar tus pies más allá de un río
Calentar el sueño en una siesta de inverno con un sol tibio
Calmar la sed con la palma de tu mano, y saber que somos como éramos
Escuchar la voz de alguien que extrañaste
Solo por amanecer escuchando gallos y dormirse con los sapos
Solo por sentir que el amor vuelve cuando se lo entrega
Y que las lágrimas pueden un día darte risa
Está bueno que vengas a esta vida.