lunes, 24 de junio de 2013

MAS VITAMINA C CONTRA LA GRIPE A


TÉCNICAS PARA COMER MANDARINAS
Si un conocimiento me llevo a la tumba es aquel que reza: “las heladas dan mejores mandarinas”. Hágase de ese comentario en cualquier charla informal con una persona mayor de 62 años y estará a la altura de las circunstancias. Suele darse así:
ADULTO MAYOR: ―Miércoles ¡Qué frío!
UDTED: ―Y eso que aún no heló (marque un silencio para presentar el conocimiento en el momento correcto).
ADULTO MAYOR: Es cierto, lo que nos espera...
(Ahora sí, todo suyo, dibuje, maestro)
USTED: ―Por eso no hay mandarinas como las que había antes. (Usted, desde este momento, tiene que tener el tiempo adecuado y respetuoso para escuchar anécdotas de los inviernos del último medio siglo).
                Las mandarinas tienen ese qué se yo. Hay dos grandes grupos: criolla y las dancy. La primera es amarga, agria. Te hace los ojitos como aquel beso a los 14 que te diste con la persona menos indicada solo para salvar la matinée. La mandarina criolla debe existir en otras partes del mundo, lo que no sé es si ahí también es criolla o “argentina”. La cáscara de la mandarina tiene la propiedad de salvar el aburrimiento. En una sobremesa familiar, usted, aletargado por las aburridas consideraciones hereditarias tras la muerte de  il´nono, puede aplicar ácido cítrico en los ojos de un primo (hágalo oprimiendo entre sus dedos –los suyos, no los de su primo- un trozo de cáscara de mandarina criolla cerca de sus ojos –nuevamente: los ojos de su primo, si lo hace en los suyos, propios de usted que lee esto, no verá el efecto comiquísimo en los ojos de su primo). Advertencia: si una tía (normalmente su madre –mamá de su primo, si fuera su madre, de usted que lee esto, habría omitido decir “tía” anteriormente-) dice escandalizada: “¡No! ¿Qué lo querés dejar ciego?”, no responda. Es una pregunta retórica y, hasta ahora, la ciencia no ha demostrado cegueras producidas en ojos de primos por ácido cítrico esparcido tras aburridas consideraciones hereditarias tras la muerte de il´nono. Al menos, yo las busqué bajo esas características y la oftalmología moderna no me ha devuelto ninguna respuesta afirmativa. Mándela a la mierda (en silencio como suele hacerse).   
                La dancy, ya con su nombre hollywoodense, pecha. Son las más coloradas, son más dulces. Y hele o no hele vienen ricas lo mismo, total ya son todas tan transgénicas como las criollas (el concepto de transgenización de las mandarinas en todas sus variantes es un tema interesantísimo para abordar con su tía tras el reto absurdo o con el adulto mayor que mandó a la miércoles al frío). Las mandarinas dancy tienen ese encanto único. Son dulces hasta que un día, quince años después, usted ve a esa persona que se chapó en la matinée para salvar la noche a los catorce. De pronto está parada en una feria de platos a la salida de la parroquia del barrio vendiendo tartas y tortas para el viaje del grupo scouts de su hijo (el hijo de esa persona, usted aún no formó una familia porque sigue arrojando ácido cítrico en los ojos de primos sin atender a los adultos asuntos tras la muerte de il´nono).  Uno, sin saber, le compra una porción de tarta de ricota de mandarina y se replantea la vida sin pepas.

                Hay otras mandarinas que vienen con la cáscara pegadísima y se disecan mientras uno las pela; de ellas que se ocupe su tía.    
FREDY BUSTOS

sábado, 22 de junio de 2013

NI REIR, NI LLORAR, NI SILBAR

LA VOZ DE ANTONIO

―Sacá la basura, por favor― gritó Marta desde el patio trasero―. No podemos pasar otro día con ese olor a mierda.
Antonio no necesitó del grito para hacerlo. Ataba la bolsa y sentía el calor húmedo de la polenta recién hecha y recién tirada entre los trastos del fin de semana. Era domingo y esperaba esa noche como los últimos silenciosos domingos de su vida. Sin un grito de gol, sin una carcajada de sobremesa. Caminó por el caminito de lajas del jardín y vio el humo que salía de la montañita de hojas quemadas que esmeradamente amontonó y quemó Bermúdez, el vecino de Peña al 5608, un jubilado igual que él, pero tan distinto a la vez. Imaginó que el humo espeso se le metía por la nariz y le hacía lagrimear los ojos. Se imaginó encarando al vecino. Imaginó que golpeaba la puerta y le gritaba:
―¡Bermúdez, esto ya lo hablamos cuántas veces, mi amigo! No quiero llevar esta conducta a la justicia. Bermúdez, usted sabe con quién está lidiando― vociferaba desde este lado de las celosías de la ventana―, sabe que si llevo el tema a Tribunales lo paseo cómodo y salgo ganando…
Imaginaba esos gritos, imaginaba a Marta diciendo «Calmate, Antonio. Calmate». Imaginaba en silencio, aturdiéndose solo, sin siquiera escuchar su propia respiración (eso que hacen los humanos para vivir y que, para él, era simplemente bochorno y asco). Como otras tantas vueltas de su propio odio, intentó meterse el índice, humedecido con la inmundicia de la bolsa de basura, por ese hueco de mierda que tenía donde antes iba un elegante nudo de corbata. Meter el dedo y degollarse. Terminar lo que los médicos empezaron y nunca acabaron.
Se paró en la vereda. Un viento frío del este le traía el humo del otoño incendiado en el cordón cuneta. Fingió que tosía casi como un acto reflejo, como una costumbre vernácula que nadie le extirpó. Miró el reloj y escuchó al camión doblar por el pasaje Madrid. Su corazón se aceleró.
«Puta, éste todavía sirve», se dijo, recordando su voz, ésa que cautivó a jóvenes estudiantes de Derecho en clases magistrales de Civil I.
Se quedó mirando el camión mientras comprimía toneladas de desperdicios. Él se arrojaba ante esa fuerza destructora, amanecía en algún infierno de aves de rapiña que lo revoloteaban y no lo querían comer. Disipó ese pensamiento cuando vio a los basureros descolgarse de la parte trasera de la mole en busca de su polenta desabrida, su húmeda yerba mate que no cebó ni pudo compartir con Marta. Entregó la bolsa.
―Gracias, jefe― le dijo el más joven de los recolectores.
Antonio le respondió con una sonrisa muda. Aún no se acostumbraba a esa voz que aprendía a sacar de las entrañas. Pensó en darle tiempo al tiempo. Le extendió la mano amablemente. Su mano de abogado jubilado por incapacidad se estrechó con el guante podrido y maloliente del joven. Esperó unos instantes. Siguió con la vista, maravillado, al muchacho que manoteó tres bolsas en una mano y dos en la otra. Antonio sonrió como un niño. Intentó recordarse así, de pequeño, aprendiendo a hablar, y no pudo. Vio volar las bolsas hasta caer en la boca del camión entre otras tantas basuras del barrio.
Antonio se acomodó el pañuelo de seda y acarició con sus uñas el lado derecho del cuello hasta bajarse el paño justo donde empezaban sus hombros. Un orificio en la tráquea le respiraba un aire que nunca inhaló, un humo que nunca olió y un sabor que sólo era un recuerdo. Casi se larga a llorar con sollozos. Con llanto. Sabe que ya no está entre sus facultades. «El llanto le está vedado, Doctor», le supo decir un colega después de la operación.

Sonrió y aplaudió como un niño extasiado cuando contempló al basurero silbar para marcar la partida. 
                                                             Fredy Bustos

miércoles, 19 de junio de 2013

DESPUÉS DEL PROTAGONISMO PATERNAL

Vi como él tironeaba desesperado del codo de ella. Ella parecía inconmovible, al menos desde la media cuadra que nos distanciaba. Él entre sollozos le decía cosas que yo no alcanzaba a escuchar. Él habrá tenido cinco o seis. Ella pasaba los treinta. Cada vez los tenía más cerca. Vi que ella tenía una pequeña lágrima que contenía con esfuerzo y disimulo. Él, descorazonado, se le cruzaba en el camino. Le pisaba los pies. Yo supuse que eran un sinfín de “mamá comprame y dejame”. Él extendía su manita  queriendo frenar esa lágrima antes que el dolor se desparrame por toda la ciudad. Como un dique que estaba a punto de rajarse para siempre. Al escucharlo pude entender ese drama.
Perdoname, Mamá. No te quise decir “pelotuda”.

miércoles, 12 de junio de 2013

UNA DE TETAS


¿Cómo  se dice: “tetona” o “tetuda”?
Se dice “yegua”. Si tenés esa duda tenés que decirle “yegua”.
Pero las yeguas no son ni tetonas ni tetudas, Pablo. Las que sí saben tener mucha teta son las vacas.
Ah, pero si le decís “vaca” te mandan a la mierda, Lea.
Sí, puede ser. De todos modos, no sé si le diría tetona, ni tampoco tetuda. Me parece inapropiado.
Tu mamá es tetona.
¿Qué decís?
Bueno, perdón. Tu mamá es tetuda.
No me parece.
¿Qué cosa no te parece? ¿Qué sea tetona? ¿Qué sea tetuda? ¿Qué yo te diga que tiene lindas tetas?
No sé, qué se yo. Puede ser. De todos modos, no es algo que me interese heredar ¡Qué loco! ¿Vos qué heredaste de tu mamá?
Yo de mi vieja heredé los ojos.
¿Ves? Eso sí está bueno. Pero, ponete a pensar ¿qué me pasaría a mí si heredara las tetas de mi vieja?
Y, quizás, yo te diría “qué hacés tetón”.
—¿Ves? Ahí está.
¿Qué cosa?
Me decís “tetón”, no me decís “tetudo”.
Entonces es “tetona”, no  “tetuda”. Mirá las cosas que aprendimos gracias a las tetas de tu vieja.
 FREDY BUSTOS

martes, 4 de junio de 2013

una de cuarteto

EL CANTANTE
―Ya son las una y media, Pato—Dijo el intendente masticando bronca y medio choripán del bufete. ― ¿Dónde está su cantante? ¡Me están tomando el pelo!
―Nosotros también estamos preocupados, mire si le pasó algo en la ruta. Dios no quiera, intendente. Dios no quiera.―Dijo eso y encaró para el escenario. Animó por enésima vez a la concurrencia que desbordaba el club del pueblo. El tinglado, recientemente inaugurado, transpiraba con la madrugada. Afuera empezaba a helar. Del Turco, ni noticia y a la banda se le agotaba el poupurrí de piezas clásicas de ese ritmo que empezaba a llamarse cuarteto.
Después de dos horas a pura orquesta, literalmente, el flamante Peugeot 404 Sprinter modelo 1975 estacionaba entre un rosario de camionetas, sulkys y rastrojeros a las afueras del club del pueblo. Él bajó, se quitó el tapado, pisó la colilla del rubio con filtro, desabrochó los primeros dos botones de la camisa roja, encrespó su pelo negro y fue al encuentro del Pato que lo miraba con furia.
― ¿Dónde te metiste, pelotudo?
― Nada, me confundí. ―Dijo el Turco, sabiendo que al baile le quedaba una hora y media.
― Bueno, ya está. Hacete el rengo que dije que tuviste un accidente. ―el Pato no dijo mucho más y subió al escenario. ―Señoras y señores, llega el momento esperado. Este es el nuevo sonido, hoy por hoy, mañana y siempre. ―Sonó el órgano y el Turco entonó los primeros versos: “prohibido enamorarnos, nena/ y desojar margaritas, nena”.
Ovación, el techo de chapa transpiraba en todo su esplendor, un goteo frío caía sobre la ruleta de bailarines que se formaba frente al escenario. Todo un pueblo, toda la gente. Mientras el órgano y la guitarra eléctrica marcaban el sonido más moderno de aquel entonces, el Pato, aliviado, hizo la pregunta:
― ¿Cómo que te confundiste, Turco?
― Sí, le erré por un par de letras y unos ciento cincuenta  kilómetros― el Turco aprovechaba para sonreírle a las chicas que le gritaban al ver su camisa roja entre abierta.
Una hora y media antes, el Turco Julio había llegado a otro pueblo. Había querido viajar solo para poder asentar su nuevo auto. Fue tranquilo, con tiempo, para llegar al baile más holgado. Llegó y preguntó en los dos clubes de Arroyito. Comprendió que no había baile ahí. Prendió un cigarrillo y el olor a tabaco quemado se confundía con el vapor de caramelo de la fábrica. Desconcertado, encendió la radio. Escuchó a la locutora de LV2 repasar la grilla de presentaciones de las distintas orquestas: “La Leo, en tal lado. Cuarteto de Oro, en tal parte”. Hasta que comprendió que estaba lejos. Prendió un cigarrillo que le duró dos secas eternas. Volvió disparado a Córdoba, cruzó la ciudad y salió como una bala buscando la ruta 36. Llegó a Rio Tercero viendo el velocímetro de su auto nuevito. Preguntó y encontró el ripio que le faltaba. Seguía tarareando canciones de la banda y marcando el riff de Smoke on the water  de Deep Purple. La guitarra era su pasión y estaba rockeando sin querer por las rutas y caminos de la noche.   
Aplausos, gritos y más gritos. El baile había empezado, ahora con el cantante en escena. Lo anterior fue esperar para ver lo bueno que tanto se escuchaba. Eran ellos, los mismos de la tapa del disco Volumen I. Eduardo “el Pato” Lugones retomó el micrófono para presentar el segundo tema con cantante:
― Así es, señoras y señores. Esto es Chébere Volumen I en Corralito. Palmas, palmas, palmas.      
Fredy Bustos