LUZ DE SALIDA
―Doctor, no lo quiero ver más. Ya
no soporto su presencia. Su perfume sin ser. Su calor sin estar. Mi vida no
soporta esas cosas. No las quiero más.
“Yo tampoco, las quiero en mi
vida. Sin embargo, acá estoy, sentado detrás de ti, viendo tu cuerpo levitar
con la vibración de tu voz atiplada. Acá estoy mirando el horizonte de tus
piernas infinitas sobre el maldito diván que te trajo a mi vida.” Los
pensamientos de Javier eran incongruentes con sus anotaciones inteligibles en
la libreta. Mabel seguía suspendida entre las partículas que se veían al
contraluz de la ventana del consultorio. Era el octavo piso de un viejo
edificio. Para Javier eran las puertas del mismo purgatorio.
―Desde que lo conocí mi vida se
ha llenado de perturbaciones. Eso que ustedes dicen, con tanta liviandad, “la
zona de confort” se enturbió, perdió sus límites. Su llegada a mi vida ha sido
una piedra en medio del estanque. No me importan los consejos, sé muy bien que
usted no me los dará. Para eso no le pago. Usted entrena mi resiliencia. Solo ella puede ayudarme. Como si ya no
tuviera que aprender cosas de más en esta vida de mierda. Como si el resto
hiciera todo lo que yo hago cada día para salir adelante en medio de la
oscuridad. El resto del mundo cree y se preocupa en vivir una vida antes de que
llegue la maldita luz al final del túnel ¿Yo podré verla, Doctor?
“A veces, me pregunto si
realmente te interesa esa luz. Esas limitaciones que tenemos los que tenemos "todo". Mis facultades llegan y se consumen en el preciso instante en el que tú
realizas el mínimo paso para el evento más cotidiano. Tu maestría, con la que
resuelves el menor de los escollos de la vida rutinaria del resto de los
mortales, me hace pequeño, a mí y al resto”. Las manos de Javier se secaban
sobre la tela del pantalón. Los dedos de Mabel se reconocían entre sí. Los pulgares de sus manos, apoyadas sobre el
vientre, despabilaban al resto de los dedos cansados de un largo día de
trabajo. Las manos transpiradas, los dedos cansados, la libreta y ellos dos se
quedaron en silencio un buen rato. Ella podía escuchar, detrás del reloj sobre
la biblioteca, la respiración agitada de él a sus espaldas. Él solo miraba el
rostro de ella espiando entre sus pestañas. Desde la primera sesión, la vio entrar y se apoyó en las pestañas de
ella. Se apoyó como los navegantes que se asientan en el mástil mayor para
dejarse llevar por la marea.
―No voy a volver más, Doctor―dijo
Mabel, mientras se incorporaba―. Voy intentar en otra parte. Perdóneme ―se
iba poniendo de pie y alcanzó la cartera sobre la mesa ratona―
quizás, como dicen ustedes: «no era el momento».
―La solución está alcance de tu
mano, Mabel.
―Como lo ha sido siempre, Doctor.
―Dijo
Mabel mientras extendía, con su clásico y resignado automatismo, el bastón
blanco. Extendió la mano buscando el rostro de Javier por primera vez en muchos
meses de terapia y y retrocedió―. Será mejor que me vaya sin nunca
haberlo conocido, así no sumo recuerdos.
Javier hizo un paso al costado. Ella pudo verlo claramente al escuchar los pies
de él barrer la alfombra. Avanzó con su bastón titubeante por el consultorio
buscando la salida.
Fredy Bustos