jueves, 25 de abril de 2013

LA INFLACION DE LAS VIEJAS


SALIERON GANANDO
                -Dale Irma, así cuándo te pensás que vamos a ganar el quini.
El grito de la Berta, desde la vereda, terminó de descascarar la pintura del alfeizar. Sobre el revoque original de la casa de su amiga se montaba un cúmulo de capas de pinturas a la cal. Un estudio estratigráfico podía definir las eras geológicas de su vida de casada. El celeste que eligió Norberto cuando se casaron, el rosa viejo de la infancia de los chicos, el verde agua de la década del setenta, las mezclas que permitió la democracia y los parches descoloridos que acumularon su viudez. Berta jugaba con las rueditas del carrito de las compras cuando la Irma salió atajando el cusco con el pie derecho.
-Pero, si será de mierda este perrito, casi me rompe el único cancán que me dejó sano- dijo mientras giraba la cerradura de su casa.
-Bien que te quejas pero es tu única compañía- la frase de la Berta a Irma le cayó ponzoñosa como siempre, pero ya le conocía esos arrebatos cuando andaba apurada. Desde que se jubiló y dejó las dirección de catastro siempre andaba apurada. No se daba cuenta que ahora el tiempo tenía que esperarla a ella.
-Me imagino que si te ganas el quini vas a comprarte un carro con las ruedas parejas- dijo la Irma y Berta le devolvió una sonrisa. Siguieron rumbo a la feria riéndose de pavadas y chismes. Llevaban un par de décadas haciéndose compañía y soñando con millones de un solo golpe de suerte. La primera decena de años jugaron siempre a los mismos números. Hasta que una mañana la Irma le llamó por teléfono a la Berta, espantada.
-Berta, anoche soñé que salían nuestros números. Era clarito, veía los resultados por Crónica. El problema es que las dos lo veíamos juntas, internadas. No habíamos jugado, nena, no habíamos jugado porque estábamos internadas.
Irma, aquella mañana, esperó. Se cebó unos dulces hasta que se hiciera una hora prudente para llamarla. Berta estaba en ayunas a la hora de la noticia. Así que decidieron seguir el presagio y cambiar los números en cada jugada. Lo decidieron así porque si bien la Irma había desayunado, la Berta no; así que les pareció prudente cambiar la cábala.
Desde aquella pesadilla, diez años atrás, elegían los seis números primeros que le salieran de los precios de la feria. Alternaban meticulosamente la estrategia. Una semana cada una. Una iba cantando los números que veía a golpe de vista y la otra anotaba en una libreta. Mandarina: $7 el kilo / Brocoli: $12  el atado / Merluza: $45 sin espinas / huevos de color: $8 la docena (en ese caso la escribiente podía tomar el 8 y el 12 en la lista). Una vez cubiertos los primeros seis números para la jugada, la escribiente guardaba la lista en el monedero. Seguían con la compra de mercaderías y luego partían a la quiniela de Don Julio. Nunca sabían los números que jugaban hasta que veían el sorteo juntas, al día siguiente. Dentro del caos de su estrategia aleatoria el procedimiento se cumplía religiosamente. Nunca le pegaron ni a cinco cifras pero la ilusión permanecía intacta.
                -Irma, vos no le dijiste a nadie cómo jugamos al quini, ¿verdad?
                -Pero, estás loca vos. Mirá que voy andar ventilando nuestro plan- le respondió mirándola a Berta con una mezcla de asombro e indignación.
                -¿Y qué vamos a hacer si ganamos?- preguntó Berta como desanimada e inquieta por la duda –viste cómo está todo con el tema de la inseguridad, dos viejas solas, millonarias de pronto- Irma la miraba asombrada en sus dudas. Berta siempre trabajó afuera, fue independiente (solterona, pero firme en sus ideales  -claro no tenía con quién negociarlos o renunciarlos- pensó Irma, pero en definitiva era la abanderada del coraje entre las dos).
                -Y yo voy pintar la casa. Necesita un par de manos como la gente. Barnizar las ventanas. Seguir una vida sin tantas privaciones- Irma trataba de animarla a su socia. Estaban a una cuadra de la casa de apuestas y el valor apremiaba.
                -Pero Irma, acá todos nos conocen. No podemos aparecer de golpe con reformas y lujos si vos sos pensionada y yo jubilada. Viste como es la gente, va empezar a hablar. Vos estás sola sin Norberto que te defienda. Si no nos roban, la gente lo mismo habla.
                -Sí, puede ser. Hoy uno ya no sabe en quién confiar- al decirlo Irma demoró el tranco. Disimuló sus dudas repasando con la vista la pantorrilla del cancan. Se quejó un rato de los zapatos y trato de desviar, sin éxito la conversación hacia el clima. Berta estaba ganada por el miedo que contagiaba.  
-Además Irma, mirá que tus nietos no van a venir a pedirte plata para autos, viajes y esas cosas. Viste cómo son los chicos de hoy en día, no saben lo que es el sacrificio.
-Sí, puede ser. Ni que hablar de tu cuñado, Berta. Tu hermana es una mujer tan buena como vos, pero se vino a casar con ese sátrapa que vende a la madre y no pide el vuelto.
-Tenés razón, la verdad que no sé si es tan buena idea que seamos millonarias. Hoy, como están las cosas, es preferible pájaro en mano que cien volando. Yo siempre te lo dije a eso, te acordás cuando noviabas con el Arturo. Lo dejaste ir esperando el príncipe azul, Berta. Un muchacho trabajador como mi Norberto, que Dios lo tenga en la gloria.
Se quedaron paradas reflexionando sus pasos a seguir. Estaban a media cuadra de la quiniela. Siguieron caminando y don Julio salió del mostrador al verlas pasar de largo. Los martes de los últimos veinte años las vio entrar ilusionadas. Ahora las veía irse sin poder escucharlas.
Irma sacó del monedero la lista y repasaba la lista de precios. Pensó en lo cara que están las cosas. Se saboreó y sacó una mandarina del carrito destartalado.
-Berta, pero a la feria no vamos a dejar de venir, aunque no seamos millonarias.
- Pero claro, Irma. Es la única forma de salir ganando.   

miércoles, 24 de abril de 2013

DE PENALES E INJUSTICIAS


EL LARGO BRAZO DE LA JUSTICIA

Ceferino Serafín Fernández era un tipo pendenciero. Solía entrar a los baños públicos y si alguien se le acercaba a orinar en el mingitorio contiguo, él seguro se rajaba un pedo para generar la molestia ajena. Un reactor de violencia que andaba por la vida, inestable. Su madre, doña Elisa Bustamante de Fernández, sufrió los golpes de Serafín en sus pechos porque, aparentemente la leche le sabía dulce. Los golpes le molestaron siempre, sobre todo la tarde que Serafín volvió sin posibilidades de hacer la colimba. Se había salvado por número bajo. Hijo de Ceferino Fernández, policía del departamento Río Seco, Ceferino segundo nació en un parto complicado. Un curandero del paraje las Maravillas, le supo decir a los padres del pequeño que su mal carácter nació con él, en el alumbramiento. El uso de fórceps en la parición le imprimió un deseo que se sostendría en el tiempo. Incorporarse a alguna fuerza de seguridad para llevar a delante desalojos por la fuerza pública. Oficialmente, no hay registros de su incorporación a ningún ente armado. Pero aquella noche cumplió su sueño.
Cuando lo conocí, yo ya llevaba una interesante recopilación de datos y anécdotas acumulada en la guantera de mi camioneta. Había escuchado aquella historia, que me pareció inverosímil sobre los cuatro penales que supo atajar en el partido contra los empleados de la cooperativa de luz y agua. Todos se los atajó a la misma pierna del mismo pateador. El zurdo Echenique era un morocho alto, encargado de las reparaciones en el cableado de media tensión luego de los daños que originaba el viento del este y el viento del sur. El mundo bipolar, de aquel entonces tenía polarizados los trabajos y funciones en la cooperativa. Para modo de ejemplo, debo dejar asentado, que, para los perjuicios que generaba en los postes el viento del este y el viento norte, el encargado de la cuadrilla era Germán Palacios, diestro. Un detalle que sirve para entender aquellos tiempos de intolerancia política puede ser este: cada cuadrilla tenía su propio busca polos, mientras que, el resto de las herramientas, era compartido  En aquel match caliente, que definía la llave de semifinales del torneo Estancia La Paloma, el desenlace podía llegar con ese penal, que rompería el cuatro a cuatro, a los cuarenta y cuatro minutos de iniciado el segundo tiempo. Serafín se acercó al árbitro cuando atajó el primero. Dirigía los destinos del partido, Don Polonio Bustos, patrón de la estancia, organizador del torneo y engordador de la vaquillona que cumplía las funciones de premio mayor.
-Escucheme Don Polonio, usted sabe que este tipo me está pateando al medio porque me tiene lástima-  le dijo Serafín en el oído derecho, único oído útil del latifundista.
El hombre de negro (porque Don Polonio siempre vestía de traje negro impecable y camisa blanca, tanto en los partidos de fútbol como cuando era comisario de pista en las carreras cuadreras) atendió el reclamo y ordenó una siguiente ejecución. El zurdo Echenique pateó con fuerza los siguientes tres disparos. Su pierna izquierda era un cañón tierra-aire de un portaaviones soviético. El preparador físico de la cooperativa supo explicar que el secreto (que dejaba de serlo) radicaba en las reparaciones del cableado. Echenique, al trepar la escalera, avanzaba tres escalones con la pierna izquierda y uno con la derecha. Los reclamos de Serafín fueron de nuevo contra la humanidad del árbitro. El quinto disparo fue inclemente. Germán Palacios, capitán del equipo de la cooperativa y pro aliado, se reunió, minutos antes, con el zurdo Echenique en el punto medio de la cancha.
-Clavaselá al ángulo- fue la orden.
Decidir si era al ángulo derecho o al izquierdo, llevó varios minutos de discusión por medio del teléfono rojo que volvía a activarse después de la crisis de los misiles en 1962. La mayoría de la concurrencia, entre hinchadas y vecinos de la estancia, el párroco y parroquianos de los bares de la zona, jugadores de los distintos equipos del torneo y yeguarizos atados a los sulkis; miraron atentos la atribulada discusión. Don Polonio, sabedor de la política internacional, miró al comisario Urrutia para que se mantenga alerta. Hombre de paz, Urrutia sabría cómo actuar si al optar por uno u otro ángulo, aquella cumbre terminaba en una crisis al borde de la tercera guerra mundial. Ceferino Serafín escupió en la línea de cal y se fue al buffet por un porrón fresco. Cuando eructó delante del presidente de la cooperativa, lo miró desafiante como hacía siempre. Volvió al arco al mismo tiempo que el zurdo Echenique se acercaba al punto del penal. Echenique miró al arquero y en el mismo giro de vista, alcanzó los ojos de la vaquillona que estaba en los corrales detrás del arco. La pobre seguía  atenta un campeonato que pondría fin a su rumiante vida. Polonio Bustos pitó y la pelota se elevó unos veintidós grados en dirección recta, golpeó el travesaño a la mitad exacta. El cuero desprendió una astilla del poste (donado por la cooperativa para realización de los arcos) que terminó en el ojo derecho de Ceferino Serafín. Esa lesión y su orgullo, también lesionado, le imposibilitaron ver el golazo que le habían metido. La pelota siguió su trayectoria rompiendo la red y quedó clavada en una espina de un barba ´e tigre, árbol espinoso, de frutos buenos para calmar el dolor de muelas. Ceferino Serafín volvió su reclamo al árbitro para exhortar una nueva ejecución. Dos razones lo llevaron a Don Polonio a desoírlo, primero la paz mundial y el hecho inédito de que ambos sectores polarizados desde la segunda gran guerra, habían optado por un disparo al centro; la segunda era mucho más banal y pragmática. Sin pelota no se podía patear de nuevo ni tampoco definir el campeonato Estancia La Paloma. La final nunca se jugó y la vaquillona dejo de serlo. Cuatro meses más tarde empezó su vida reproductiva y sumó a la hacienda de Don Polonio Bustos cuatro pariciones. La primera, fue una ternera osca, primer premio del campeonato Estancia La Paloma en su decimotercera edición. Pero ya Ceferino Serafín no estaba inscripto. Desde aquella tarde dejó el fútbol porque sintió sus brazos más cortos que nunca.                            
-Acondroplastia, eso es lo que tiene el Ceferino Serafín. Dicen los médicos que no siempre suele ser hereditario, así que de los cinco chicos, hasta ahora, si Dios quiere, ninguno muestra problemas como esos. Pero bueno hay que esperar que crezcan un poco- Así me explicó el mal de su marido la Sandra, esposa del tipo más testarudo que he conocido. De brazos cortos debido a la interrupción del crecimiento de sus cartílagos, el Ceferino no se la achicaba a nada ni a nadie. No era enano, sólo los brazos le quedaron cortos. En las yerras todos se quedaban sorprendidos porque pialaba de abajo. Tomaba el lazo con una determinación estoica y en uno o dos giros torpes y poco armoniosos del pial se volteaba lo que pasaba. Después del enganche, había que ayudarlo a hacer fuerza por que las distancias entre ambas manos eran más largas que para el resto de los mortales, los condroplásticos, o sea los que tenemos los brazos como la mayoría de la gente. De chico siempre lo mandaban a calentar la marca en el fuego o servir empanadas al resto de la peonada, pero el Serafín escupía en la tierra se untaba las manos con barro y se metía con el lazo, como el resto. En el entrevero empezó a demostrar cojudez, así que nadie más le discutió.
Porfiado como un resorte, se ganó la fama. Así fue como terminó en el arco. Cansado de la discriminación que sufría en la selección de los equipos de fútbol por medio del tradicional pan y queso. Ceferino Serafín un día inventó el futbol cinco. Fue una tarde en el recreo largo. Hasta ahora, entre todos los alumnos varones de la escuelita rural se jugaba fútbol siete. Pero en total eran quince, nada más que con el pretexto de la igualdad y las situaciones equitativas, todos eran elegidos para uno u otro equipo y Ceferino Serafín quedaba en el puesto quince, no jugaba, sobraba. Los hermanitos Valdez, hijos de un hachero santiagueño empezaron con el consagrado pan y queso. De pronto, Ceferino Serafín tomó la pelota entre sus manos con un esfuerzo nunca visto en la zona.  Pisó en una línea  perpendicular a la que trazaban los Valdez y dijo: Salame. Los Valdez lo miraron desconcertados.
-De ahora en más acá se arman tres equipos, señores- escupió en el piso y todos entendieron. Su alpargata derecha pisó los pies de ambos hermanos. Y Ceferino Serafín comenzó a elegir. Primerió con el colorado Gigoni, un gringón hijo de un contratista que vino de Oliva, famoso por sus goles de media distancia y su alergia a las gramíneas. Cuando formó su equipo, los acercó debajo de sus brazos cortos, y arengó:
-Muchachos, yo se que vamos al muere conmigo, pero bueno, entiendanmé, quería jugar alguna vez. Como sé que nadie quiere, al arco, voy yo- Nunca más dejó ese puesto, hasta el decimosegundo campeonato Estancia La Paloma, un par de décadas más tarde.      
Está de más aclarar que Ceferino Serafín nunca entró a la colimba por número bajo, el número del largor de sus brazos. Nunca disparó un arma, salvo que una u otra vuelta acompañando cazadores de chanchos del monte. Pero la noche que paso a relatarles, el día que lo vi en toda su guapeza, fue un héroe a la altura de una medalla de honor al valor. Una noche de calor en el pueblo, la mayoría de la gente estaba en un bingo que se organizó para cambiarle las chapas al techo de la parroquia. En la carnicería del Inolfo Bracamonte se organizó una noche de pase y truco. Los invitados eran gente que jugaba fuerte, los más adinerados de la zona. Y así venía la cosa, hasta que se me ocurrió hacerlo traer al Ceferino Serafín para que me juegue a porcentaje. Le dije a uno de los chinitos que miraban desde la ventana del fondo que lo haga llamar al Ceferino. En quince minutos estaba golpeando la puerta del frente. Le cedí mi lugar y él, solito, se encargó de prepiar las quejas de los contrincantes. Pidió ginebra con coca y desplegó su arte. Hizo primera con poco, y con las cartas asentadas en su barriga dijo:
 aquí me presentó yo
 en mi tobiano pazuco
 pa contarles los primores
 que puede tener el truco.

En la tercera vuelta escupió el lomo de su última carta y, poniendo el as de espada en la frente, a lo macho me salvó la noche. Pero no era lo único que esa noche iba a salvar el Ceferino Serafín.
Habrán sido las tres y media de la madrugada, la gente del bingo se fue a dormir y los más jóvenes salieron para el baile de egresados del pueblo vecino. No quedaba nadie en las calles, como siempre. La comisaría estaba vacía porque Urrutia había dado franco a los subordinados para él poder jugar tranquilo esa noche en lo del Inolfo Bracamonte. Una patada en la puerta de la cocina, que daba al patio del fondo nos dejó helados a todos. Dos encapuchados con armas largas no tardaron en inmovilizar a todos con precintos negros. Con el Ceferino Serafín se las vieron negras. Fue el único que se les paró; pero lo hicieron entrar en razones con un par de culatazos en la frente.
-Y con este qué hacemos- dijo uno de los ampones al cómplice -no se lo puede atar ni por atrás, ni por adelante-
-Metelo en el baño- dijo el otro, mientras guardaba, en una bolsa de supermercado, los más de doscientos mil pesos que había. En otra bolsa, de otra marca minorista, metió los celulares y las llaves de las camionetas de los apostadores. Al arma reglamentaria del comisario Urrutia la tiró en el patio del fondo. Eso le hizo pensar al comisario que se trataba de ladrones de guante blanco, aunque esa noche hayan optado por otra combinación de color. Al bolsiquearlo al Serafín sólo le sacó su carné de conducir, miró el nombre y no tuvo más que preguntarle el por qué de esa suma cacofónica de nombres raros. Mientras le quitaban el picaporte a la puerta del baño, él les contestó amablemente que Ceferino era el nombre de su papá y con una sonrisa amplió:
-Serafín era el nombre que siempre mi mama le decía a mi tata, confundiéndolo con Ceferino.
-Como sea que te digan quedate piola en el baño- dijo el ladrón bueno y cerró la puerta. Cuando Ceferino Serafín escuchó el arranque de un vehículo empezó el escape. Con el mango de un cepillo de dientes color azul y cerdas color sarro  abrió la puerta y corrió hasta el patio. Empuñó el arma reglamentaria de Urrutia. Yo, y el resto de los apostadores, estábamos encerrados en un sótano donde el Inolfo maduraba salamines picado grueso. Lo escuchamos al Ceferino Serafín caminar por la carnicería. Nos comentó que no podía sacarnos porque habían cerrado la tapa del sótano con un candado.
-Sacanos, carajo- sentenció Urrutia.
-No hay tiempo, comisario- y cerró la frase con una escupida que sentimos golpear en la madera amohecida. Más tarde escuchamos el arranque de la Ford ochenta con motor  Perkins de la patrulla rural. Urrutia, convencido de la seguridad del pueblo que custodiaba, siempre la dejaba con la llave puesta.           
Ceferino Serafín avanzó decidido por la ruta, tomando la precaución de no encender las luces de la camioneta para no delatar su posición. Era un puma cazando en la soledad del monte bajo una luna tímida de cuarto menguante. Por suerte, vale detallar, que la camioneta tenía caja de tercera con palanca al volante. Eso le ayudó a nuestro héroe. La radio de banda ancha modulaba códigos inentendibles de la policía de la provincia. De todos modos, aunque Ceferino hubiese sido radioaficionado, difícilmente podría haber denunciado el atraco porque el transmisor no estaba al alcance de su mano. Esta era una misión que él debería enfrentar sólo. Divisó el resplandor del auto de los delincuentes, era un Renault Doce. Evidentemente disponían de ese vehículo para no alertar sospechas. Adentro, con la luz encendida, los ladrones venían contando entusiasmados el botín. Estando a unos veinte metros del auto, Ceferino Serafín aceleró la Ford y les dio de lleno en la óptica izquierda, generando el despiste de los ladrones. El auto se clavó en la cuneta en medio de un polvaderal. Los ladrones se retorcían de dolor sin saber qué demonio los había chocado. Ceferino Serafín puso la Ford mirando al auto y encendió las luces y las balizas azules. Bajó apuntando con la nueve milímetros de Urrutia y cumplió su sueño. Cargó la bala en la recámara y gritó, luego de escupir en la banquina:
-Salgan, mierdas,  con los brazos bien en alto.
Fredy Bustos