sábado, 2 de noviembre de 2013

DOTADO
No sabía bien a dónde podía llegar con ese don, pero el camino lo iba entusiasmando. Cada día subía al colectivo. Pasaba la tarjeta, perfilaba sus pasos de costado y cerraba los ojos. Al abrirlos, su mirada estaba clavada en la persona exacta que abandonaría el asiento después de la próxima parada.  Ese era su don en esta vida, saber, sin margen de error, qué persona dejaba libre el asiento.
Cuando niño, comprendió de sus capacidades sobrenaturales y nunca develó su talento secreto. Primero temía a la burla. Después, al inevitable acoso de la parapsicología internacional. Más tarde, ya era tarde, y simplemente le pareció una boludés. En algún momento sospecho que el chofer del 52 que lo llevaba al colegio se había percatado de sus saberes ancestrales. Justo cuando temió quedar en evidencia, el chofer se jubiló. Después fueron cambiando las líneas, los choferes y los pasajeros. Para el tiempo que sucedieron los siguientes hechos, el hombre superpoderoso era tornero en una metalmecánica del sur de la ciudad. Sentado, siempre sentado, viajaba en el mismo horario de ella. Nunca conoció su nombre, supuso que era maestra jardinera (salvo que haya repetido salita de tres unos veinticinco años.).  Además, configuró la posibilidad de que sea soltera por la ausencia de anillo (más tarde pensó en el peligro que puede ser la bijouterie para infantes de tres años). Día a día, fue diseñando la posibilidad de una charla. Hizo minuciosamente lo que hacemos todos los hombres sentados en un asiento de colectivo urbano: fantaseamos. A veces él iniciaba una conversación animada sobre los baches. A veces la sorprendía tarareando los primeros acodes del “sapo pepe” o “mamá pata” (en esta última se sentía con mayor autonomía de vuelo). Y a veces, ella le preguntaba sobre calibres y medidas, o temas afines a la tornería moderna y la industria automotriz. Entrenado ya para cualquier conversación con “la Seño” se sentó, como siempre, a esperar. Debía esperar que Dios (que tanto le había dado al dotarlo con sus poderes) le diera la justa casualidad que el próximo en levantarse del asiento sea el pasajero o pasajera sentado al lado de “la Seño”. Una que otra vez pensó en bajarse en la parada de ella y acompañarla y generar una conversación casual, pero no. Sabía que sus facultades estaban a bordo del colectivo. En la calle sería un hombre indefenso. Un simple mortal.
El día llegó. No importaba cuántos meses pasaron o cuántos niñitos de salita de tres ya llegaban a la secundaria. Ahí empezó el resto de su vida. Debe haber sido verano porque a las siete ya había mucha claridad. Él subió, marcó el boleto, se perfiló los pies, y avanzó. Un paso. Cerró los ojos. Dos pasos. Se olvidó del mecanismo de su don divino. Un tercer pasito corto.  Abrió los ojos sobre un manto de pelo rojo que caían sobre el rostro más bello del mundo. Se entusiasmó, avanzó. El corazón acompañaba a las revoluciones del gran motor diesel. Cuando llegó hasta la dupla de asientos donde ella lo esperó toda su vida (según él, claro). La miró, y en la mirada le dijo “aquí estoy mi amor, he llegado”, ella lo miró sin decir mucho. Él le sonrió y ella también y habló, por fin pudieron escuchar sus voces que tanto tenían para decir.
ELLA: -Permiso, (y se paró hasta dejar su cara a una distancia de un beso de la de él) ¿me dejás pasar, me bajo en la próxima?
EL: -Sí, claro. Disculpá, adelante por favor.
Nunca más la vio. Supuso que ese día renunció o se fue, o simplemente no era para él. Ahora quiere ser un humano más sin superpoderes. Y anda por ahí, sin adivinar quién es el próximo en bajar.   
F.B.

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